Apenas crucé las compuertas del hotel con Iván, el aire cargado de aroma a coco y brisa marina nos recibió. Por un instante, el peso del día se aligeró en mis hombros.
Trabajar en la obra, en medio del calor veraniego, resultaba extenuante, pero lo peor fue esa desquiciada mirada de Dante que seguía pegada a mi piel como un recuerdo sucio.
Me desplomé en un sofá de la recepción, tras un largo suspiro. Iván me siguió y tomó asiento junto a mí. Tenía el gesto tenso, casi avergonzado, y no tardó en soltarlo:
—Fel… Dios, me siento demasiado culpable por lo que el cretino de Dante te hizo.
Lo miré con ternura y jalé su cabeza hasta mi hombro. Cuando pasó, sí quería matarlo a patadas por desaparecer. Sin embargo, era tarde para lamentos.
—Ya pasó, Iv, no es tu culpa la actitud de él. Por suerte, no tendremos que soportarlo otra vez.
Él bajó la cabeza, como si la culpa le pesara tanto que no podía mantenerla erguida.
Antes de que pudiera responder, escuché otra voz conocida. Kevin, con su un