Noah la miró con algo roto en los ojos. Amor, miedo y resignación. Sabía que ya no tenía salida. Que esa era la última frontera que lo separaba de perderla para siempre… o de que por fin lo entendiera.
Respiró hondo, el pecho subiendo con un temblor apenas perceptible.
—Está bien, Valeria —dijo al fin, pasando una mano por su cabello y sentándose frente a ella.
Ella no se movió. Seguía sentada, con los dedos entrelazados tan fuerte que los nudillos se le habían puesto blancos. Sus ojos, hinchados por las lágrimas, lo miraban sin parpadear, como si cualquier distracción pudiera robarle la verdad.
Su mente ya había descartado la posibilidad de que fuera una broma; ahora estaba en la fase de asimilación controlada.
Noah tragó saliva. Por primera vez en su vida, sintió miedo de su propia voz. No por lo que iba a decir, sino por la devastadora certeza de que Valeria no vería a Alessandro con los mismos ojos de amor que había dedicado a Noah.
—Yo… pertenezco a la familia Stroz