Esa noche, la casa seguía impregnada de tensión. Los sollozos de Aurora no cesaban tras presenciar la discusión de sus padres. Daryl, que no quería prolongar el enfrentamiento, no tardó en alzar a su hija en brazos.
—Papá, no te enojes… —suplicó Aurora entre hipidos, con el rostro infantil empapado en lágrimas.
Daryl acarició suavemente su espalda. Luego, estrechándola contra sí, murmuró:
—Tranquila, Aurora. Papá no está enojado. Lo mejor será que descanses ahora, ¿sí?
La niña rodeó con fuerza el cuello de su padre. Sus sollozos aún temblaban, aunque poco a poco fueron apagándose. Daryl la llevó hasta su habitación y cerró la puerta con cuidado para no hacer ruido.
Dentro, la acomodó en la cama. Aurora seguía aferrada a su muñeca de peluche; tenía los ojos cerrados, pero la respiración entrecortada. Daryl se sentó junto al colchón y contempló aquel rostro agotado por tanto llanto.
—Papá te promete que todo va a estar bien… —susurró, aunque ni él mismo creía en esas palabras. Sus hombr