Lucien la observó en silencio, desconcertado. Su ceja se arqueó con ese gesto frío que siempre usaba cuando algo lo irritaba, y bastó eso para que toda la calma que Margaret había logrado construir durante la noche se derrumbara de golpe.
La furia que tanto había contenido emergió sin aviso, encendida por años de frustración y heridas que jamás cicatrizaron.
—¿Qué es lo que pretendes, Lucien? —soltó con la voz tensa, y el pecho agitado—. Fuiste tú quien dijo que no podía olvidar a Lorain. Tú quien me pidió el divorcio. Y fui yo quien lo aceptó. Me marché sin reclamar nada, sin pedirte explicaciones, porque entendí que ya no quedaba nada.
—Y aun así —continuó, avanzando un paso hacia él—, sigues apareciendo en mi vida, protegiéndome como si tuvieras algún derecho sobre mí. Finges ante todos que seguimos casados, pero tú mismo rompiste ese lazo. ¿A quién intentas engañar con esta farsa?
Lucien no respondió. Su mirada, dura y oscura, se clavó en ella, aunque le costaba reconocerlo, su