El amanecer llegó sin que Margaret conciliara el sueño. La noche entera la había pasado en vela, mirando el techo, repasando una y otra vez lo ocurrido.
Cada palabra, cada mirada de Lucien.
Durante años había deseado una sola cosa: que él la mirara como a una igual, que se detuviera a preguntarle si estaba bien, que la tratara con amor, pero eso fue completamente imposible.
No iba a permitir que una falsa muestra de amabilidad desmoronara lo poco que quedaba de su orgullo.
Lucien siempre había amado a otra mujer. Lo supo desde el principio, desde aquella noche en que, apenas Lorain regresó a la ciudad, él le pidió el divorcio sin mirarla siquiera a los ojos.
Por eso, ahora, no iba a confundirse.
Se incorporó, respiró hondo y se obligó a enfrentar la mañana.
Cuando bajó las escaleras, la luz del día ya bañaba el vestíbulo. La mansión seguía igual de silenciosa.
Lucien estaba sentado en el comedor, con un café humeante a su lado y una carpeta de documentos abiertos frente a él. Su s