Capítulo 33. Me gustas
Leonardo
El olor metálico de las armas siempre me ha parecido insoportable. No importa cuántas veces las manipule, siempre me recuerdan que nuestra vida está hecha de pólvora y sangre. Estoy en el almacén improvisado que mi padre consiguió después del incendio en la bodega. Las cajas apiladas, los inventarios incompletos, los rostros tensos de los hombres que nos ayudan… todo es un recordatorio de lo que perdimos.
—Tenemos que recuperar lo que nos arrebataron —dice mi padre, la frustración pintada en su rostro me golpea como un puñetazo, pues no estoy acostumbrado a verlo así—. La Camorra cree que puede debilitarnos, pero no lo permitiré.
Asiento en silencio. Sé que tiene razón. El incendio fue un golpe directo, un mensaje. Y aunque no tenemos pruebas, todos sospechamos de ellos.
Angelo está allí también, apoyado contra una pared, observando con esa distancia que lo caracteriza desde que regresó a casa. No dice mucho, pero sus ojos hablan por él. Hay desconfianza en su mirada; resent