4: Delirio.

“¿Por qué unos ojos me observan en la oscuridad?”

Al llegar al edificio, su fachada ajada por los años la recibió con la indiferencia de siempre. Rose subió las escaleras con prisa, jadeando, las piernas bambas por la adrenalina; lo ocurrido le había robado el aliento. Había sentido, en carne propia, unas manos sosteniéndola por la cintura para impedirle estrellarse contra el duro pavimento. Y, sin embargo, no vio a nadie.

La duda se apiñó en su cabeza como un enjambre. Su cordura parecía deshilacharse con cada día que pasaba. El insomnio la devoraba; los sueños—siempre a las 3:33 AM—la perseguían hasta la vigilia y la sensación de ser tocada por manos invisibles la hacía delirar. ¿En qué momento empezó todo esto?

Se dejó caer en la cama y dejó que la habitación, pequeña y fría, girara a su alrededor mientras repasaba su vida como quien hojea un libro polvoriento. Intentó buscar algún indicio, una anomalía en su pasado que justificara lo que hoy la atormentaba.

Su infancia, en apariencia, fue pulcra. Vestidos rosados con lazos. Buenas notas. Saludos educados a los vecinos. La niña perfecta que muchos imaginaban. Pero las puertas cerradas de su casa ocultaban otra escena: gritos, puertas que se cerraban de golpe, miradas que esquivaban su presencia. Adulterio, engaños y silencios que pesaban más que cualquier palabra. Sus padres dejaron de ser sus padres, y la dejaron a ella.

En la adolescencia, sin tutela ni consuelo, Rose halló en internet un refugio nocivo: literatura prohibida, imágenes que robaban la inocencia y despertaban ganas que no sabía nombrar. La etiqueta “+18” se convirtió en reto; página tras página alimentó un apetito voraz. Cuando fue mujer, ese apetito ya no era curioso: era urgente, compulsivo, imposible de aplacar.

Su primera vez fue puerta de entrada, detonante que le enseñó que podía obtener placer sin promesas, sin nombres que recordar. Encuentros anónimos en baños, aulas vacías, minutos robados entre puertas que cerraban. Quedarse con el recuerdo del rostro de un amante era algo que no le importaba: lo que buscaba era el vértigo del encuentro, el calor inmediato y el olvido posterior.

El psicólogo, con su voz medida, puso un nombre a aquello que la devoraba: hipersexualidad. “Un trastorno”, dijo, “probablemente crónico”. Fue un golpe que la humilló y, a la vez, la liberó; ponerle etiqueta a su problema le dio un espejo que no sabía cómo usar.

A pesar de todo, Rose no renunció a soñar con un amor de cuento. Sentía esa contradicción: quería ser deseada sin ser usada, anhelaba ternura en un mundo que le ofrecía transacciones. Por eso comenzó una abstinencia voluntaria, una jaula que ella misma cerró sobre la versión insaciable de sí. El primer mes fue agonía; después, disciplina. Con el tiempo aprendió a convertir el deseo en una herida cicatrizada, a fingir normalidad como quien se maquilla para un funeral.

La tranquilidad regresó, pero en tonos de gris. Buscó trabajo, se ocupó, pagó su apartaestudio y acudió religiosamente al consultorio del martes. La vida transcurría: lunes, empleo, martes con el terapeuta, noches largas. Parecía suficiente hasta que, una noche cualquiera, los sueños dejaron de ser fugas y se volvieron jaulas.

El calor entre sus piernas no era ya mero recuerdo: era una imposición. Los escalofríos en su nuca se instalaron como compañía constante. Las caricias—antes etéreas—se sentían nítidas, demasiado reales. Despertaba sudando, sin aire, con la piel fría clavada en la espalda; el reloj marcaba siempre esa hora maldita. Las pastillas prolongaban las visitas oníricas: cuando dormía, los sueños se hacían más largos y más vívidos; cuando despertaba, no encontraba consuelo.

Entonces la línea entre sueño y vigilia comenzó a borrarse. Lo que creía alucinaciones nocturnas invadió su día: susurros en su apartamento vacío, una brisa que olía a incienso aunque no encendiera nada, caricias que se manifestaban como marcas efímeras, un calor que comenzaba en la base de la columna y viajaba como un pulso hasta su entrepierna. Y la sensación más aterradora: ojos que la miraban desde la oscuridad, ojos que no pertenecían a cuerpo alguno que pudiera ver.

Esa noche—la de la caída frustrada—algo o alguien la había detenido. Lo sentía aún: la presión en su cintura, el calor contra la espalda, la fugacidad de un abrazo que no existía en el aire. ¿Enloquecía? ¿Un fantasma? ¿Una deidad? ¿O un demonio con hambre disfrazado de salvador?

Sea lo que fuera, Rose decidió que no podía quedarse de brazos cruzados. Si aquel fenómeno la devoraba, le robaría la poca cordura que le quedaba. No tenía certezas, pero sí urgencia. Debía saber. Tenía que encontrar pruebas, nombres, rituales, fósforos para prender la verdad en la oscuridad.

Se repitió que la razón aún le pertenecía y, como quien se arma de valor, abrió su ordenador. Buscó: objetos que se manifiestan en la vigilia, síntomas de encuentros con lo sobrenatural, marcas que aparecen sin explicación. Las primeras páginas devolvieron artículos racionales y estudios médicos; más abajo, en los márgenes de internet, surgieron foros y blogs. Lenguajes torpes hablaban de incubos y súcubos, de marcas que aparecen al borde de la noche, de rituales antiguos para convocar… y también emergían voces más extremas: “la llave”, “la devoción”, “la entrega”.

La lectura la dejó con una mezcla de repulsión y curiosidad. No se reconocía en las leyendas, pero tampoco podía descartarlas. Apagó la pantalla y miró el techo, donde las sombras tejían figuras con las lámparas de la calle. Se sintió tan pequeña como el papel en el que había leído.

En el pasillo del edificio, al lavar la taza del desayuno que nunca terminó, la sensación volvió: alguien la observaba. Giró despacio y, por un instante, creyó ver una sombra más densa que las demás. Pero cuando enfocó, no había nada. Solo las fisuras en la pintura y la costumbre del silencio.

Los días se amontonaban uno tras otro en la misma paleta gris, hasta que una noche algo cambió: al apagar la luz, el apartamento no quedó completamente a oscuras. Una silueta—leve, apenas perceptible—se recortó junto a la ventana. No era humana, y sin embargo tenía contornos que el instinto le dijo reconocer. Rose contuvo la respiración, con la certeza de que, si exhalaba, la figura se disiparía como humo.

Una voz, tan cerca que creyó oírla en la sien, dijo:

Ya no te perteneces.

La frase la atravesó. No supo si respondió con palabras o con un gesto. El miedo se mezcló con el vértigo de sentirse deseada de una manera que no era humana. El olor a incienso se volvió más nítido; los pelos de sus brazos se erizaron; una presión cálida le asió el pecho, como un puño que no apretaba pero que obligaba a sentir. Entonces comprendió que no bastaba con investigar: tenía que elegir entre resistir y sucumbir.

La elección pendía, y la noche, cómplice, sonrió sin mostrar los dientes.

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