13. Una verdad
Álvaro Duarte
Desde mi escritorio, vi cómo Emilia salía de la oficina dando un portazo. Una sonrisa se dibujó en mis labios.
Esperaba que no se enojara demasiado por la travesura que acababa de hacer, pero, en realidad, no pude evitarlo. No pensé que fuera tan ingenua como para caer tan fácilmente.
Llevé el pulgar a mis labios, recordando el roce fugaz de los suyos. Apenas había durado un segundo, pero la sensación quedó impresa en mi cuerpo, encendiendo algo dentro de mí que no esperaba.
Me gustaba verla feliz. Pero aún más si la causa de su felicidad era algo que yo provocaba.
Haberle permitido hablar con su padre fue un acierto total. Al fin y al cabo, mi padre no estaba aquí para enterarse y, aunque lo supiera, me resultaría fácil convencerlo de que era por el bien de la familia.
Claro que en realidad no lo hacía por eso.
Lo hacía por mí. Por ganarme su cariño, por sembrar en su mente la idea de que soy el único en quien puede apoyarse. Por borrar poco a poco la sombra de ese moco