La ruta era interminable, árida por momentos, húmeda por otros, pero siempre triste y vacía. Cada cientos de kilómetros, un puesto de comida, en general una parrilla que ofrecía sus servicios, además de salames, quesos, dulces, vinos pateros y en algunos casos verduras o productos típicos de aquella región.
Rosario no tenía interés. Comía poco, porque ella así lo quería y porque Alberto casi que le daba las sobras. —Ceba unos mates. — Le ordenó Alberto. Rosario se agachó y comenzó a sacar todo. No hablaba. — Trata de hacerlo bien esta vez, así no vuelco nada.— Le dijo con un tono arrogante, soberbio, despreciable. —Si, discúlpame. — Respondió, con la mirada perdida y la garganta cerrada