38. Dejarlo todo en manos del destino
Rayan Sotomayor
Mientras compartíamos el postre favorito de Sofía, me di cuenta de que había momentos que, por simples que parecieran, podían marcar el alma. La risa suave que soltaba entre cucharadas, las bromas ligeras que surgían en medio de la conversación… todo parecía una tregua momentánea a la tormenta que habitaba en su corazón. Y en el mío.
Me atreví a susurrarlo, sin saber de dónde saqué el valor:
—Me encanta verte sonreír… tu sonrisa es la más bella que mis ojos han visto.
No lo dije para halagarla. Lo dije porque era verdad. Porque esa sonrisa era mi lugar seguro, mi faro, el recuerdo más dulce de lo que alguna vez soñé tener con ella.
Pero Sofía no respondió. Fingió no haberlo escuchado. Y en ese silencio entendí que aún dolía. Que su corazón seguía roto, que no había espacio para mí.
—Sofía… —comencé con voz baja, casi temerosa. — ¿Has pensado qué harás con las cenizas de Diego?
Ella guardó silencio unos segundos. Bajó la mirada y asintió lentamente. Un