El amanecer llegó vestido de rojo. El cielo, pintado en tonos de óxido y púrpura, parecía una herida abierta. En el Pabellón de Invierno, Aisha ajustaba los últimos detalles del atuendo ceremonial de Ragnar: una armadura de placas negras grabadas con runas lunares, tan pesada como el destino que cargaba.
— No dejes que te toquen las sombras — murmuró ella, atando una cinta de seda azul alrededor de su muñeca izquierda — el eclipse manipula las energías, incluso las tuyas.
Ragnar no respondió de inmediato. Sus ojos, dorados y febriles, seguían cada movimiento de sus manos como si pudieran memorizarlas.
— ¿Y si fallo? — preguntó por fin, en un susurro que solo ella escuchó.
Aisha alzó la mirada. En sus pupilas, el reflejo del cielo sangrante hacía parecer sus ojos violetas.
— No fallarás — sacó del pliegue de su túnica un orbe de cristal azul, del tamaño de una manzana, que pulsaba con una luz interior — mi madre lo preparó durante años. Lo terminé anoche, usando mi energía vital — lo c