La luna había alcanzado su cenit cuando Ragnar entró en el Pabellón de Invierno. La puerta cedió sin ruido, como si hasta la madera se inclinara ante la gravedad de su presencia. Aisha estaba sentada en el borde de la cama, envuelta en una bata de seda azul oscuro que parecía devorar la escasa luz de las lámparas. Sus dedos acariciaban distraídamente el brazalete de hierro rúnico, aquel que él le había regalado como promesa.
Él se detuvo en el umbral, observándola. La curva de su espalda, el cabello suelto cayendo como una cascada de ébano, la marca sagrada en su cuello que brillaba tenue bajo la luna. Era una imagen que quería grabar en su memoria: su Aisha, intacta, viva, suya.
El lobo blanco, echado junto al brasero, levantó la cabeza y gruñó suavemente en señal de reconocimiento. Ragnar respondió con un gesto casi imperceptible, y el animal volvió a descansar su cabeza sobre las patas, satisfecho.
Sin pronunciar palabra, Ragnar se despojó de la túnica exterior, dejando solo