Capítulo 3
Al día siguiente, iba a irme.

A las diez de la mañana, el avión despegó.

Bruno, como siempre, había pasado la noche en el hospital con Sara. Así que no volvió a casa.

Temprano en la mañana, cogí mi maleta y me preparé para salir. Cuando pasé frente a la habitación de Gael, me detuve por unos minutos sin querer.

Gael nació prematuro y, desde que era bebé, su salud era muy delicada.

Para que siempre tuviera el mejor cuidado y compañía, yo misma me encargué de todas sus cosas: su rutina, sus comidas, su educación, en fin… Nunca contraté a una niñera o a una empleada.

Dudé unos segundos, dejé la maleta en el piso y decidí hablarle una última vez antes de irme.

Gael no solo tenía la misma cara de su papá, sino también ese carácter firme y distante.

Cuando entré, levantó la cabeza del escritorio y solo me dijo:

—Buenos días, mamá.

Luego siguió muy concentrado en su dibujo.

Al ver lo mucho que se parecía a Bruno, le hablé bajito:

—Gael, mamá se va. Cuídate mucho, ¿sí?

Sin levantar la mirada, contestó con total indiferencia:

—Ajá.

Me incliné un poco y vi que dibujaba la escena de ayer en el parque de diversiones, cuando Sara y Bruno lo llevaron.

Sentí una puñalada en el corazón.

Enseguida me vino a la cabeza un video que Sara subió a Instagram.

En él, Gael feliz comía algodón de azúcar sobre sus piernas, hablando con la boca llena.

—¡Me encanta estar con Sarita! ¡Puedo comer lo que quiera y ver televisión toda la noche! ¡No como mi mamá, que es toda mandona! ¡Que duerma temprano, que coma frutas y verduras, uyyy que fastidio!

Sara se reía. Orgullosa, le preguntaba con un tono juguetón:

—Entonces, Gael, dime, ¿quién es mejor, tu mamá o Sarita?

—¡Obvio que tú Sarita! Si mi mamá fuera la mitad de buena que tú Sarita, yo sería feliz.

Gael, con apenas cinco años, prefería a Sara, que lo mimaba y nunca le ponía límites.

Yo creí que cuidar su salud con tanto esmero y lograr que se enfermara menos era lo correcto.

Nunca pensé que eso nos alejaría.

Mientras lo veía concentrado en su dibujo, sentí que los ojos me ardían de dolor. Me presioné con fuerza los párpados con los dedos.

Ya me estaba dando la vuelta para salir cuando de pronto Gael me habló.

—Mamá.

Me giré para mirarlo.

Gael me sostuvo la mirada, serio, y dijo:

—Mamá tú me dijiste una vez que lo que yo amara, tú también lo amaría. Yo quiero mucho a Sara. Entonces mamá tú también la quieres, ¿verdad?

Me quedé sin palabras.

El último rastro de esperanza que quedaba en mi corazón… se esfumó.

Cerré los ojos, limpié en silencio las lágrimas que nadie vio y le respondí, con una sonrisa dulce:

—¿No decías que querías cuidar y acompañar a Sarita? Desde hoy vas a poder hacerlo sin problema. Tú y tu papá pueden quedarse con ella para siempre.

No esperé su respuesta ni quise saber si me entendió. Cogí apresurada mi maleta, me di la vuelta y salí sin mirar atrás.

En el aeropuerto, justo antes de abordar el vuelo a un país desconocido, tiré mi celular a la basura de la sala de espera.

Con él, dejé ir todos los recuerdos de mi familia.

El avión despegó, y por fin… era libre.
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