Después de que Gael se fue a su cuarto, la sala quedó en silencio.
Bruno habló primero:
—Malena, no te enojes, ¿sí? No se me olvidó tu cumpleaños. Hace tiempo que preparé tu regalo. Mira recuperé el collar que tanto querías.
Era el collar que mi mamá me dejó antes de morir. Siempre lo había considerado como un tesoro.
Desapareció el día en el que di a luz, fue un parto bastante complicado, pero al final Gael nació.
Alguien me lo robó.
Recuerdo que Bruno me tomó de la mano, yo estaba pálida y débil, y me besó la frente empapada en sudor. Me prometió que lo recuperaría.
Y sí, lo recuperó… pero apareció en la foto que Sara subió a Instagram, colgado justo en su cuello.
Me mordí con rabia los labios y no dije nada.
Cuando vio mi cara, Bruno seguro entendió que yo ya sabía que le había regalado el collar a Sara. No demostró ni una sola pizca de vergüenza. Su mirada, ya amenazante, se volvió aterradora.
Me dijo, molesto:
—Solo se lo presté a Sara. Lo devolverá después de un tiempo.
No respondí. Al fin y al cabo, me iba mañana. Que lo devolviera o no, eso ya no me importaba.
Al ver que no lo cuestioné como antes, Bruno suspiró aliviado. Con la cara más relajada, me agarró la mano y me dijo con una voz suave:
—Como mucho, Sara lo usará seis meses. Sabía que tú lo entenderías, ¿verdad?
Yo ya me había acostumbrado a aceptar esos “estúpidos gestos”.
Sara decía que quería sentir el calor de una familia, así que Bruno se olvidó de los asuntos de la mafia para llevar a nuestro hijo con ella.
Sara decía que quería divertirse un poco, y él le dio el viaje familiar que yo había planeado durante meses. Mientras que yo me quedé sola en casa.
Sara decía que quería celebrar su salida del hospital, y él dejó de lado mi cumpleaños para llevarle numerosos regalos.
Sara decía que quería mi collar… y él, complaciéndola, se lo dio. Lo que otra persona me había robado, ahora ella me lo quitaba en mis narices, y nunca me lo iba a devolver.
—Bueno. Que lo use.
Fingí toser, solté su mano y mantuve la mirada tranquila, como si por dentro ya no quedara nada. Mi respuesta, tan sumisa, lo dejó desconcertado por unos minutos.
De pronto un rastro de culpa apareció en su cara y me habló con más ternura.
—No te preocupes por eso, te prometo que Sara te lo va a devolver. Mientras tanto, elige otro, uno más costoso. Te lo voy a regalar.
No le contesté.
Solo saqué los papeles de divorcio que estaban debajo de la caja del pastel, ya firmados por mí, y se los pasé.
—Ya no importa. Bruno, ¿puedes firmar aquí?
Él los tomó sin pensarlo, sin abrir la carpeta, y preguntó algo confundido:
—¿Qué es esto?
—Es…
No alcancé a terminar porque sonó su celular. Era el médico del hospital.
—¿Es usted familiar de la paciente Sara? Acaba de desmayarse, unos transeúntes la trajeron al hospital.
Bruno se asustó y contestó:
—Voy para allá.
Como yo seguía mirando los papeles, él, mientras colgaba, sacó un bolígrafo y firmó apurado, con la letra torcida. Luego, me los devolvió y se levantó para irse.
Cuando estaba a punto de irse, lo detuve en seco.
—Bruno, ¿no vas a ver qué acabas de firmar?
—Tranquila lo leo cuando regrese. Sara está sola en el hospital, seguro está asustada. Tengo que ir corriendo para allá.
Se despidió como si fuera rutina y me dijo:
—No sé si me demore. Acuéstate temprano, no me esperes.
Y se fue apresurado, sin mirar atrás.
Me quedé viéndolo ensimismada, recordando todas esas noches en las que salía corriendo por una de las tantas llamadas de Sara.
Y también cómo yo me quedaba sentada en el sofá, con los ojos abiertos, esperándolo en silencio hasta el amanecer.
Sonreí con amargura.
Sí, Bruno.
Esta vez… de verdad no voy a esperarte más.