**Camilo**

París no nos recibió con poesía esta vez. Era una ciudad gris, cruda, despiadadamente sobria. Ningún croissant podía maquillar el eco de los titulares que llenaban las vitrinas de los quioscos: “Gabriel Dumont en juicio por falsificación y difamación”, “Escándalo en Maison Dumont”, “¿El final de una era?”

Yo había llegado dos días antes que Alejandro y Valentina, para preparar todo con el equipo legal y filtrar ciertos documentos a los medios clave. Esta vez, no íbamos a pelear en silencio. Esta vez, la verdad también iba a tener micrófonos.

El juicio se llevó a cabo en un tribunal del distrito 17. Sala alta, paneles de madera envejecida, lámparas de cristal y un retrato de la República en la pared del fondo. Gabriel Dumont entró con la frente en alto, como quien aún cree en su inmunidad.

Pero no. Ese día, Dumont no tenía telón que lo salvara.

Yo lo observaba desde la segunda fila, junto a nuestros abogados. Alejandro y Valentina estaban del otro lado, del lado de la verdad