**Camilo**

El Palacio de Justicia de París tenía esa clase de arquitectura que obligaba al silencio. No por respeto, sino por el peso de las verdades que se habían dicho —o escondido— entre esos muros. Al entrar, sentí cómo se me erizaba la piel. No por miedo, sino por lo que estaba a punto de comenzar: justicia.

Los flashes nos recibieron a la entrada. No importaban los comunicados previos, las advertencias o el blindaje legal: la prensa internacional quería sangre. Y Juan José había ofrecido mucha. Alejandro caminaba a mi lado, con el rostro contenido, el paso firme. Valentina, dos pasos detrás, con gafas oscuras, el cabello recogido y un abrigo gris perla. Su presencia en el tribunal era más que una declaración. Era una sentencia.

—¿Estás lista? —le pregunté, antes de entrar.

—Lo estuve desde el día que volví a abrir los ojos —respondió, sin titubear.

El juicio era a puerta cerrada. Por protocolo, por seguridad, por dignidad. Pero el expediente sería público. Las cámaras no entrarí