Capítulo 32. Yo mismo: Alejandro.
El motor de mi auto ronroneaba mientras nos alejábamos de las imponentes oficinas de los De La Espriella. El silencio dentro del Mercedes era denso, casi palpable, cargado con las réplicas del beso y la tensión que Juan José había inyectado en el ambiente. Miré de reojo a Valentina. Sus ojos estaban fijos en el paisaje urbano que pasaba a toda velocidad, su expresión indescifrable. Cada uno, estoy seguro, estaba digiriendo a su manera la vorágine de acontecimientos de las últimas veinticuatro horas.
Sentía el calor del momento, el resabio de sus labios en los míos. Una oleada de atracción, de deseo crudo, de una necesidad abrumadora de tenerla cerca. Y sí, admito, unos celos punzantes por Juan José. Mi primo, siempre tan despreocupado, tan encantador, tan... libre. La idea de que pudiera estar con ella, de que ella siquiera considerara esa posibilidad, me revolvía el estómago. No era justo. Yo había llegado primero. O eso me decía a mí mismo.
El silencio se volvió insoportable. Necesi