La primera mañana en la casa de Punta Mogotes fue una sinfonía de sonidos olvidados. El murmullo del tráfico lejano, el ladrido de un perro en la distancia, el canto de los zorzales en el jardín. Para Selene, que se despertó en su propia cama por primera vez en lo que pareció una vida, fue como volver a aprender a respirar. Se estiró entre sus sábanas, el olor familiar de su hogar, de su vida anterior, la envolvió como un abrazo. Por un instante, casi pudo olvidar la sangre, las mentiras, al monstruo que dormía en la habitación de al lado y al que dormía una puerta más allá.
Bajó a la cocina. El sol entraba a raudales por la ventana, iluminando una fina capa de polvo sobre los muebles. Encontró a Florencio ya despierto, sentado a la mesa de la cocina con su laptop y un café. Llevaba unos pantalones de combate, pero estaba sin camisa. Su torso desnudo, fuerte y marcado por las cicatrices, parecía extrañamente fuera de lugar en la soleada y femenina cocina de Selene. Era un león de guer