Capítulo 2
Sin dudar, arranqué el broche del tirante, el cual cedió y mis pechos, apenas contenidos por la ropa interior ajustada, se insinuaron orgullosos.

Aunque la calefacción del salón estaba encendida, sentí un aire helado atravesarme; todo mi cuerpo temblaba.

La falda se deslizó al suelo, dejándome solo en lencería, con el pecho erguido… Sin embargo, una lágrima se escapó por la comisura de mi ojo.

—¡Dios! ¡Sí se desvistió! —exclamó alguien, sorprendido, sacudiendo el ambiente.

Las miradas devoraron mi cuerpo sin pudor, disfrutando del espectáculo.

Bruce quería humillarme; si él, siendo mi pareja y Alfa del Clan Oscuro, no me respetaba, menos lo harían los demás.

—¿Debo seguir quitándome ropa? —mascullé entre dientes, casi sin aire.

Vi su rostro ensombrecido, pero no respondió, aunque en sus ojos se agitaba la duda.

Sin esperar respuesta, llevé la mano al tirante del sostén; pero, cuando estuve a punto de dejarlo caer, él dio un tirón y cubrió mi cuerpo con su capa.

—¡Celina! ¿Por qué eres tan descarada? ¡Eres mi Luna! —bramó.

Alcé las cejas y solté una carcajada helada.

—¿No fue lo que pediste?

Él se quedó mudo, y, furioso, estampó la copa contra el suelo, fulminando a todos con la mirada.

—¡Si alguien se atreve a contar una sola palabra de lo que pasó hoy, lo mato! ¡Fuera! ¡Todos fuera!

Ante la orden de Bruce, nadie se atrevió a quedarse y, rápidamente, todos se dispersaron. Solo Moye permaneció, aferrada a su brazo, susurrándole con dulzura para calmarlo.

—¿Puedo irme ya? —pregunté, obstinada, conteniendo las lágrimas y mirándolo, desafiante.

Había llorado demasiado por él durante esos diez años. No pensaba llorar más; estaba agotada.

—Celina, será mejor que te comportes. Deja de hacer escenitas; para —advirtió Bruce con frialdad. Su voz impaciente cortaba el aire como un filo.

Un dolor punzante atravesó mi cabeza, pero mi tono se mantuvo firme:

—No estoy haciendo una escena. Esta vez voy en serio: quiero romper el vínculo.

Él soltó una risa burlona, se acercó y me sujetó la barbilla, obligándome a mirarlo.

—Usaste las artimañas más bajas para obligarme a casarme; ¿crees que ahora podrás divorciarte? Cuando dejes de ser Luna, ¿con qué pagarás el tratamiento de tu madre? Y recuerda: tú y tu padre mataron a la persona que más amaba. ¿Crees que voy a dejarte libre tan fácilmente?

Aparté la mirada; no me atrevía a enfrentar sus ojos rebosantes de odio.

Bruce me despreciaba por quedarme, y odiaba que mi padre usara aquel brebaje. Aunque le había explicado mil veces que no había sido yo, jamás me había creído.

Al verme callada, su furia buscó salida: me empujó y me obligó a arrodillarme frente a Moye.

—Si no la lames, al menos límpiale el polvo de los zapatos —escupió.

Apreté los labios; mis hombros temblaban.

Durante diez años me había hecho servir a cada mujer que llevaba: cocinarles, lavarles la ropa, masajearles los pies… lo que se le ocurriera. Por la noche debía arrodillarme tras la puerta y escuchar su frenesí; tras lo cual me obligaba a bañar a la mujer y limpiar la habitación.

Era la Luna, pero vivía como sirvienta, sin dignidad, siempre disponible.

Por culpa y remordimiento aguanté, esperando que un día se calmara. Pero nada lo apaciguaba.

—¡Apúrate! —me apremió Bruce, al ver que no me movía.

Para evitar más conflicto, obedecí y pasé la mano por los zapatos de Moye.

Ella, encantada, acercó aún más el pie, saboreando su triunfo.

Al verme tan sumisa, él perdió el interés, me apartó y empezó a desnudarla ante mis ojos.
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