La noche ya abrazaba la ciudad cuando el auto se detuvo frente a la mansión Salvatore. El silencio exterior contrastaba con la alegría ligera que traían ambos en el alma. Alanna aún sonreía, con las mejillas encendidas por el baile, el vino y la complicidad.
Leonardo bajó primero y le tendió la mano con esa elegancia suya que parecía innata. Alanna la tomó y bajó despacio, aún sin querer romper el hechizo de la velada. Cruzaron el jardín iluminado por luces cálidas, y al entrar, fueron recibidos por la quietud acogedora del vestíbulo.
—¿Estás cansada? —preguntó Leonardo con voz grave, acariciando con los ojos su perfil.
—Cansada... y feliz —respondió ella sin dudar—. ¿Hace cuánto no teníamos una noche así?
—Demasiado —susurró él.
Subieron las escaleras despacio, sin prisas, como si prolongar el momento fuera parte del encanto. Alanna ya pensaba en quitarse los zapatos y cambiarse el vestido cuando, al abrir la puerta de la habitación principal, se quedó completamente inmóvil.
La escen