La mansión Salvatore dormía bajo el manto de la noche, pero dentro, el aire se sentía más espeso que nunca. Aquel día, algo se había removido en lo profundo. Una visita inesperada, una conversación entre madre e hija, y la entrega de algo que prometía abrir heridas que nunca cicatrizaron del todo.
Leonardo estaba en su estudio, con las mangas arremangadas, el cabello algo despeinado, sentado detrás de su escritorio con una copa de whisky entre los dedos. No bebía por placer… sino por contención. Desde la cena, Alanna se había mostrado callada, inquieta, pero con los ojos llenos de determinación. Algo había cambiado.
Los pasos de Alanna resonaron suaves por el corredor de madera. Cuando se asomó a la puerta, Leonardo alzó la vista de inmediato.
—¿Todo bien? —preguntó, dejando la copa a un lado.
Alanna asintió, aunque la tensión en su cuerpo la delataba. Llevaba en las manos una pequeña caja de madera, y dentro, una memoria USB y varios documentos.
—Antes de la cena —dijo ella al entrar