El día en Nápoles estaba envuelto en una luz cálida y vibrante, como si el sol decidiera posarse suavemente sobre cada tejado, cada calle y cada rincón de la ciudad. El cielo, de un azul claro y sin una sola nube, parecía extenderse infinitamente sobre el golfo, donde el mar se mecían en tonos esmeralda y turquesa, reflejando la elegancia despreocupada del sur de Italia.
Las calles empedradas bullían de vida. Los vendedores ambulantes ofrecían frutas frescas con acentos melodiosos, los niños jugaban entre las plazas mientras las ancianas barrían las veredas saludando con sonrisas auténticas. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el del pan horneado y la albahaca que salía de las pequeñas trattorias escondidas entre callejones que guardaban siglos de historia.
Los balcones, rebosantes de flores, colgaban como testigos de mil historias de amor, pasión y familia. La ropa ondeaba al viento como banderas vivas, mientras el Vesubio se alzaba a lo lejos, majestuoso, recordando con s