La tarde había caído con una precisión casi cinematográfica. En el despacho de Leonardo Salvatore, la luz dorada del atardecer atravesaba los ventanales como si el universo mismo quisiera enmarcar la escena que estaba a punto de desarrollarse. Todo estaba en silencio, salvo por el leve zumbido del aire acondicionado y el tic-tac del reloj de pared, que parecía marcar el ritmo de una historia que llegaba a su clímax.
Leonardo estaba de pie, observando su reflejo en el cristal. Impecable. Traje oscuro, camisa blanca sin una sola arruga, corbata anudada con precisión. No solo era un empresario en ascenso; era un arquitecto de ruinas ajenas. Un estratega silencioso. Y hoy, vería rendirse al último obstáculo entre él y el poder absoluto.
A las tres en punto, la puerta se abrió.
—Señor Valverde ha llegado —dijo Julián, con una ligera inclinación.
—Hazlo pasar. Y que nadie interrumpa.
Ernesto Valverde entró al despacho con pasos pesados. Tenía unos cincuenta años, el rostro marcado por arrug