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Dante se quedó parado en el comedor, y el silencio de la villa lo golpeaba con una intensidad inusual. Observaba el papel arrugado del acuerdo de divorcio que había estrellado contra el suelo. Era un borrón junto al brillo pulcro de los cubiertos de plata y las copas de cristal. Estaba solo y enojado, lo que para él era una mala combinación. Era aterrador que Dante estuviera enojado.

—¿No sirves? —repitió Dante en un murmullo incrédulo, con el rostro desfigurado por la rabia y la respuesta revoloteando venenosa—. ¿Se atreve a usar esa excusa? ¡Es una absoluta mentira!

Su mano tembló, no por el insulto, sino por la sensación de que acababa de perder el control sobre algo que consideraba suyo. Había asumido que Karina, la mujer silenciosa, siempre estaría allí, como una constante confiable como sus millones, y no, Karina desafió todas las leyes y las reglas y salió de su eje.

De repente, se dio cuenta.

¡La maleta! Corrió hacia la entrada principal.

—¡Karina! —gritó con rabia, pero solo el eco de su voz respondió desde los techos altos—. ¡Karina, no puedes dejarme!

La entrada estaba vacía. No había rastros de ella, salvo la mancha roja en la alfombra, donde la blusa de Karina se había rasgado.

Volvió sobre sus pasos, con la furia cediendo al pánico frío y profesional que solo sentía ante una crisis corporativa inminente. Subió las escaleras de dos en dos hasta la suite principal y sin que su cabeza lo procesara pensó que ella no se había ido.

—Karina, sal de donde estés. ¡Ya basta de juegos! —ordenó a la habitación vacía, abriendo el vestidor.

Todo lo suyo estaba intacto: sus trajes italianos, sus relojes, sus gemelas, salvo el de platino, un detalle que lo hizo maldecir, pero el lado que ella ocupaba estaba... vacío. No había rastro de sus cremas, de sus delicados vestidos, ni siquiera del pequeño joyero de madera que guardaba baratijas sentimentales.

Se dirigió al tocador. El perfume floral que ella usaba ya no flotaba en el aire. La mesita de noche estaba despejada. Ella no solo se había ido; se había borrado. Sacó su teléfono con dedos temblorosos y marcó el número de Karina.

—El usuario al que llama ha desactivado su teléfono móvil —anunció la voz mecánica.

Dante gruñó, estrellando el teléfono contra la pared sin llegar a romperlo. Lo recogió de inmediato, la rabia no podía permitirse inutilizar una herramienta. Estaba desesperado, como si Karina le importase, y no era eso. Era simple control, y no quería perderlo.

Se dirigió a su despacho, el centro de su imperio. Se sentó en su silla de cuero italiano, dominando la inmensa mesa de caoba. Intentó racionalizarlo, como siempre hacía con los negocios. Tenía que pensar como una mujer dolida que solo buscaba su atención.

—Bien, quiere atención y quiere dinero para irse de viaje y olvidarlo todo —masculló Dante, intentando convencerse—. Llamaré al abogado y le daré una suma que la haga regresar.

Tomó el intercomunicador, marcando la extensión de su asistente personal, el señor Wells, el hombre que resolvía todos sus asuntos, incluso aquellos que parecían no tener solución.

—Señor Wells —dijo Dante, y su voz sonaba forzada, intentando proyectar calma—. Necesito que se ponga en contacto con Karina Harroway de inmediato. Averigüe dónde se está quedando. Si tiene un abogado, comuníquese con él. Dígale que las negociaciones de divorcio comenzarán mañana, y que estoy dispuesto a... doblar la suma preestablecida para que se quede conmigo.

—Señor Ashworth, disculpe, pero el abogado de la señora Harroway ya se comunicó con la firma legal hace veinte minutos —informó Wells, con un tono nervioso.

El pánico se intensificó y Dante se levantó de golpe.

—¿Qué dijiste? ¿Quién es su abogado? —exigió Dante.

—Es el bufete de Lancaster & Hayes. —El mejor de toda la maldita ciudad—. La señora Harroway pide que se respete el acuerdo prenupcial original, que estipula que ella no recibirá ninguna compensación monetaria más allá de sus bienes personales, y desea una orden de alejamiento de quinientos metros.

Dante sintió que el suelo se le abría bajo los pies. El dinero era la palanca. Si no quería dinero, ¿qué quería? ¿Venganza?

—¡Es absurdo! —gritó Dante, golpeando la mesa. El ruido resonó por el despacho y su mano palpitó por el puñetazo—. Lancaster & Hayes es el bufete de la familia Harroway. ¡No pueden manejar este caso! ¿Y por qué demonios no quiere dinero?

—Señor, el mensaje es claro: la señora Harroway solo busca la disolución inmediata del matrimonio. El abogado adjuntó una nota que indica que ella quiere retomar su carrera médica.

Dante se recostó en la silla, sintiendo el sudor frío. La neurocirujana talentosa y la carrera que había guardado en el cajón por él. La promesa de Teo Harroway de proteger a su hermana. Todo encajaba. Y todo le caía encima como un meteorito.

—Wells —dijo Dante, y su voz ahora era un hilo gélido de humillación y comprensión—. ¡Averigüe dónde se encuentra ahora mismo! ¡Contacte a sus padres! ¡A su hermano Teo!

—Señor, no puedo localizarla. El señor Teo Harroway envió una comunicación a la junta directiva hace media hora. Es sobre el acuerdo de fusión en el que estábamos bien establecidos.

—¡Léelo! —ordenó Dante.

Wells, al otro lado de la línea, aclaró la garganta.

—Dice: «Dado que el propósito fundamental del acuerdo de fusión era la consolidación familiar a través del matrimonio de mi hermana, Karina Harroway, y el señor Dante Ashworth, y que dicho matrimonio está en proceso de disolución, notificamos que nuestra empresa matriz suspenderá todas las operaciones conjuntas y retirará la inversión clave del Fondo Ashworth en las próximas cuarenta y ocho horas, sin posibilidad de mediación.»

Dante se levantó de la silla y la cabeza le dio vueltas. Su mente, habitualmente lúcida, estaba nublada por una mezcla de rabia y pánico. No era solo la mujer; era el negocio. Karina, al irse, había detonado una bomba corporativa de miles de millones. Caminó hacia la ventana, observando el skyline implacable de Chicago.

—Karina no solo me ha dejado por mi negligencia —murmuró Dante, apretando el puño con tanta fuerza que sus uñas se clavaron en la carne—. Me ha humillado públicamente, ha dañado mi honor, y ha iniciado una guerra corporativa.

Miró su reflejo en el cristal; el reflejo del magnate que no servía para nada. La frase se repetía como un eco infernal.

—¡No voy a permitirlo! —rugió Dante, golpeando la ventana—. Ella es mía. La recuperaré y le demostraré, por Dios, que mi palabra no es un juego y que yo no soy un hombre que pierde.

Dante sonrió porque sabía a quien iría a buscar.

—Y voy a empezar por el maldito de Luciano.

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