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Dante se quedó solo en el comedor y el silencio de la villa era un eco insultante. La rabia le hervía en el pecho, pero la emoción más persistente era la incredulidad. Había recuperado el papel arrugado del divorcio, alisándolo con manos bruscas.

No sirves.

—Es un juego —masculló Dante, paseándose por el inmenso comedor—. Ella solo está haciendo un berrinche dramático. ¿Usar una falsedad tan vulgar para llamar la atención?

Él creía firmemente en su propia narrativa: ella solo estaba resentida por el tiempo, pero volvería. Necesitaba el estatus. Necesitaba ser la señora Ashworth. Lo necesitaba a él.

Además, su mente repasó la situación con Olivia Neely. Su sentimiento no era amor, era culpa. En la víspera de su boda con Karina, ya había intentado dejar las cosas claras con Olivia, ofreciéndole una compensación generosa.

—No cruzamos ningún límite inapropiado —afirmó  en voz alta, intentando convencerse—. Olivia es solo una buena amiga.

Él le debía a Olivia, no su corazón, sino dinero por el daño de aquella escalada. Estaba seguro de que Karina regresaría a sus brazos y que todo volvería a ser igual… ¿verdad?

El verdadero origen de su frialdad no era Olivia, sino la manipulación. Su mirada se perdió en la pared, reviviendo el día en que le informaron que se casaría con Karina por mera conveniencia comercial. En ese entonces, Dante, con solo veinticinco años, era ya despiadado, pero odiaba que lo manipularan.

—No acepto esta unión —declaró Dante al consejo directivo, golpeando la mesa de caoba—. No me casaré con una mujer que no considero buena para mí. No me pueden obligar a desposarla.

Su padre se rio.

—No depende de ti aceptarlo o no, Dante. El desarrollo de nuestra empresa necesita el capital y la influencia de la familia Harroway. Es un movimiento estratégico.

—No soy una mercancía suya —replicó Dante con rabia juvenil.

—Eres el heredero —le recordó su padre—. Y la muchacha, Karina, no se resiste en absoluto. No pone condiciones y es tan bonita como cualquiera de las que pasan por tu cama cada noche.

La falta de resistencia de Karina lo había irritado más que nada. No podía entender por qué era tan débil o qué quería obtener de él. Su pasividad había solidificado su desprecio. Si ella no luchaba por su dignidad, él no lucharía por ella.

El tercer aniversario lo había olvidado, lo admitía. Recientemente, un proyecto crítico de la empresa había fallado. Había estado trabajando más de ochenta horas a la semana, absorto en la crisis corporativa. La frialdad era un efecto secundario, no un arma dirigida. La había olvidado, pero ese no era el problema.

Recogió el teléfono y marcó la extensión del señor Wells.

—Señor Wells, llame al bufete. Averigüe dónde está mi esposa —ordenó con voz áspera—. Necesito saber dónde esta Karina.

—Señor, el abogado de la señora Harroway, de Lancaster & Hayes, se comunicó hace media hora. Ella pide la disolución inmediata sin compensación, y el señor Teo Harroway acaba de enviar una notificación a la junta...

La noticia era una descarga.

La sangre se drenó del rostro de Dante.

—¡El comunicado de Teo! ¡Dímelo! —exigió Dante.

Se lo dijo y se sintió súbitamente enfermo. Al recordar los tres años, se dio cuenta de algo. Él había desarrollado un sentimiento diferente hacia ella. No era amor, sino algo más fundamental. Había llegado a depender de su presencia, de la quietud que ella mantenía en la casa, del café preparado a mano, de la certeza de que, sin importar lo que hiciera, ella estaría allí.

El intercomunicador volvió a sonar. Wells.

—Señor, en dos días es la recepción de la Sociedad Cívica. Necesita una acompañante para mantener la imagen de la fusión.

—Maldita sea, ¿quién crees que vas a sugerir, Wells? —siseó Dante, apretando el puente de su nariz—. No quiero sugerencias, quiero que mi maldita esposa vuelva a casa.

—Quizás... si aclara el malentendido con la señora Ashworth, podría convencerla...

—No es necesario —interrumpió Dante, recuperando su tono de mando. Su arrogancia regresó como un escudo.

Él no rogaría.

Él controlaría.

—Ve a la boutique de alta costura de la Quinta Avenida. En una de las exhibiciones hay un vestido de noche color jade que Karina mencionó el mes pasado cuando estábamos cenando. Es el más caro. Cómpralo y envíalo a la dirección que puedas rastrear.

—Señor, ¿no cree que debería enviarle un mensaje?

—No. Envía el vestido. Ella entenderá el mensaje —ordenó Dante con frialdad absoluta. El vestido era su disculpa, su promesa, y su orden envuelta en seda—. Karina volverá a mi lado y será la esposa perfecta de nuevo, o dejo de llamarme Dante.

Dante cerró la comunicación, caminó hasta el centro del despacho y observó el vacío. Había creído que la había comprado con el estatus, pero ella había detonado su imperio por "no servir".

Recogió un cenicero de cristal y lo lanzó contra el muro con una rabia primitiva. Había enviado el vestido, pero aun estaba enojado.

—¡Te encontraré, Karina! —rugió Dante al vacío de la villa.

La recuperaría y le demostraría que su palabra no era un juego y que un Ashworth jamás pierde.

El señor Wells, veinte minutos después, le confirmó por texto que el paquete había sido entregado en la dirección de un apartamento de lujo en el centro de Chicago; el apartamento de Luciano.

—¡Karina! —gritó en la villa—. ¿Qué demonios estás haciendo?

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