Mundo de ficçãoIniciar sessão—¿Divorcio? —Dante Ashworth se quedó atónito, pero solo por un instante. Luego, soltó una risa cortante, llena de desdén, como si el divorcio no fuese una opción—. Karina, ¿qué juego de desinterés ridículo estás tramando? ¿Amenazarme con el divorcio? Te advierto que eso no funciona conmigo y que si quiero te silencio como hago con las personas que atentan contra mi negocio.
Dante se recostó en su silla, cruzando los brazos sobre su traje a medida. Para él, Karina era un satélite que giraba inercialmente alrededor de su estatus. El divorcio era un mero berrinche y como todo berrinche, necesitaba unas nalgadas para entrar en razón.
—No es una amenaza, Dante —declaró Karina con voz baja y firme, y la quietud de su tono era más aterradora que cualquier grito—. ¡Ya no soporto esto! ¿Para qué me quieres de esposa?
Se dirigió al cajón de la mesita auxiliar, lo abrió y sacó el sobre de papel grueso que había sellado durante su noche de insomnio. Con un movimiento deliberado, lo colocó frente a él. La firma de "Karina Harroway" destacaba, clara y sin titubeos, solo necesitaba la suya.
El desdén de Dante se congeló. Tomó el acuerdo de divorcio y sus dedos apretaron el papel con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. El silencio se prolongó hasta que él habló, y su voz era un témpano que se clavó en lo profundo de Karina.
—Necesitas darme una razón, Karina —exigió—. Este es un contrato corporativo. Dame la razón legal para la disolución.
Karina alzó la cabeza, clavando su mirada en la de él. La burla que asomó en sus labios era un arma que nunca había usado.
—¿La razón? Dante, ¿realmente no la tienes clara? ¿Necesitas que te la deletree? —preguntó—. Pensé que eras más listo.
Dante se levantó, inclinándose sobre la mesa. Su aliento era una ráfaga fría y sus ojos parecían querer succionar toda la vida de ella.
—Sí, la necesito —siseó.
—Entonces te la diré —replicó Karina. Su voz era tranquila, pero destilaba un frío que iba más allá del desprecio—. Llevamos tres años casados, Dante. Las veces que me has tocado, en un lecho matrimonial que tú proporcionaste, no superan los cinco. ¿Quieres una razón legal? Te la doy. La razón del divorcio es que... no sirves.
Dante palideció.
—¿Qué dijiste? —El rostro de Dante se transformó en una máscara de furia. El golpe a su hombría era un ataque directo a su control. Se abalanzó, levantándose de golpe e intentó sujetarla de los brazos—. ¡Karina, atrévete a repetirlo! ¡Te lo prohíbo!
—Dije que no sirves —repitió Karina sin pestañear, pero su voz se quebró de puro agotamiento de intentar hacer que eso funcionara—. Ya no tengo miedo de decírtelo. No eres un esposo. Eres un extraño. Si ni siquiera puedes ser un hombre para mí en privado, ¿con qué derecho me pides que mantenga esta farsa en público? ¿Con qué derecho me exiges que soporte tu frialdad y las provocaciones constantes de Olivia Neely? ¡No tengo que hacerlo!
El pecho de Dante se agitaba violentamente, el control que ejercía sobre sus billones se había esfumado. El agravio era insoportable.
—¿Que no sirvo? —rugió Dante, tomando la muñeca de Karina con una fuerza brutal. Sus ojos brillaron con la humillación y ella se quejó—. ¡Voy a demostrarte ahora mismo si sirvo o no!
Dante la levantó violentamente de la silla y la empujó hacia el muro, su rabia corporativa canalizada en violencia física. Su mano desgarró la tela fina de su blusa en un movimiento ciego y sus pechos quedaron al aire, solo con el corpiño blanco.
—¡Estás loco! —gritó Karina.
Con la adrenalina y la desesperación, reunió todas sus fuerzas y lo abofeteó con una fuerza sorprendente y lo empujó lejos. El chasquido de la bofetada resonó en el comedor y los dos se quedaron igual de paralizados que una estatua de un museo.
Dante se quedó paralizado, con el rostro girado.
Ella aprovechó ese segundo para retroceder, mirando las marcas rojas que él había dejado en su muñeca. En ese momento, Dante la vio. Vio la determinación, la firmeza y la ausencia total de amor o súplica. Se dio cuenta de que esa vez Karina no estaba pidiendo atención; se estaba yendo y escurriendo entre sus dedos.
Quiso gritar, quiso arrastrarla, quiso prometerle que cambiaría y que sería un buen esposo, pero al ver la herida en su muñeca, todas las palabras se atascaron en su garganta. El magnate que nunca perdía estaba perdiendo el control.
Luciano jamás le habría hecho algo así. Luciano la protegía incluso de sus pesadillas, era un amor de persona y quiso casarse con ella por amor, no por codicia como Dante. Debió quedarse con él y seguir siendo neurocirujana, en lugar de ceder a su familia.
¿Era tarde para buscar a Luciano?
—El acuerdo de divorcio está aquí —declaró Karina, y su voz ahora era un susurro sin emoción—. Lo firmes o no, mi abogado se pondrá en contacto contigo antes del mediodía. Terminó.
Se dio la vuelta, ignorando el silencio de Dante. Se dirigió hacia la entrada, donde una maleta de cuero negro la esperaba, lista desde la madrugada. Contenía solo sus pertenencias esenciales, nada que él o la familia Ashworth le hubieran dado.
Al llegar a la puerta principal, Karina se detuvo por un instante, sin volverse. Su corazón estaba lleno de resentimiento hacia Dante, pero dentro era una mujer noble que apelaba a su generosidad.
—Dante —murmuró—, de hoy en adelante, estamos en paz. Nuestro contrato ha terminado y ya no soy tu propiedad.
La puerta de la villa se cerró de golpe, un sonido seco que pareció aislar dos mundos de forma permanente.
Dante se quedó inmóvil en el comedor, sintiendo la soledad por primera vez. De repente, sintió una rabia ciega. Corrió hacia el documento, lo arrugó violentamente y lo estrelló contra la pared. Sus ojos reflejaban furia, resentimiento, y una punzada de pánico absoluto. Ella, la mujer que creyó que solo buscaba su apellido, lo había humillado con la verdad.
No sirves.
El eco de la frase resonaba. El magnate que nunca perdía se dio cuenta de que esa mujer silenciosa, al irse, se había llevado algo que él no podía comprar y su mundo se vació de repente y se llenó de odio; un odio que parecía comenzar y acabar con ella.
Mientras tanto, afuera, en el viento frío de Chicago, Karina se subió a su propio auto y tomó su teléfono.
Sus manos temblaban, tenía el torso desnudo y las lágrimas corrían sin control por su mejilla. Estaba entrando en pánico porque se sentía sola y desprovista de apoyo. Necesitaba a alguien que la ayudara y que la escuchara, y la voz de él volvió a su cabeza.
Como pudo lo llamó, y él siempre estaba listo para esa llamada.
—Luciano —dijo, y su voz se quebró de alivio al pronunciar el nombre familiar—. ¿Puedes venir a recogerme? Estoy en la entrada de la mansión Ashworth… Terminó…
Del otro lado de la línea, la voz de Luciano Harroway se llenó de una preocupación repentina y se levantó de su silla presidencial.
—¿Qué pasa, Karina? —preguntó preocupado—. No te muevas. Te lo prometo, llegaré en menos de diez minutos, y sea lo que sea que haya pasado, te prometo que vengaré tus lágrimas.







