Veinticinco años después.
El despacho de Amancio estaba iluminado apenas por la luz mortecina de la tarde.
El abuelo, ya con los cabellos blancos como la nieve y la piel marcada por arrugas profundas, golpeó el escritorio con la fuerza que aún le quedaba.
La madera resonó como un eco de autoridad, pero el impacto se quebró pronto con una tos violenta que lo sofocó.
Amadeo, siempre alerta, corrió hacia él para sostenerlo.
—¡Padre, cuidado! —exclamó, con el rostro crispado de angustia.
Aníbal, de pie junto a la ventana, bajó la mirada.
El joven, de porte altivo y mirada desafiante, sintió un peso en el pecho, una punzada de culpa.
Amancio, sin embargo, se incorporó con obstinación.
—¡Estoy bien! —rugió con voz quebrada, negando la ayuda de su hijo—. No voy a morir ahora, no todavía.
Clavó su mirada en Aníbal, cargada de fuego y determinación.
—Aníbal, escucha bien lo que voy a decirte. Braulio Solís nos salvó la vida. No solo la mía, también la de tu padre, y con ello salvó la tuya, la