Amadeo la sostuvo con cuidado mientras la guiaba hasta su auto.
Abril estaba exhausta, vulnerable, como una flor marchita tras la tormenta.
Durante el trayecto, él no dijo una palabra. Conducía con el ceño fruncido, como si no se permitiera pensar demasiado, como si el solo hecho de tenerla cerca le pesará... o le quemará.
Cuando llegaron a su casa, Amadeo la cargó entre sus brazos y la llevó directo a la habitación.
La recostó con delicadeza sobre la cama.
Se quedó un momento observándola.
La penumbra del cuarto dibujaba sombras suaves en su rostro, en su cuello, en esos labios que parecían esculpidos para el deseo. Era hermosa. Inalcanzable. Imprudente.
Y, sin embargo, ahí estaba. En su cama. Como un sueño que no había pedido, pero del que no quería despertar.
Amadeo tragó saliva. Algo en su pecho se encendía de forma incontrolable.
Era más que deseo. Era algo más profundo.
Algo que dolía.
Abril abrió los ojos de golpe. Lo miró confundida, alarmada por un segundo. Pero pronto su expr