Amadeo cargó a su esposa en brazos como si temiera que el mundo pudiera arrebatársela de nuevo.
Con paso firme, la llevó a la cama, donde por fin podrían ser solo ellos, lejos de las sombras que los habían acechado.
Sus miradas se encontraron, y en esos ojos cargados de lágrimas, miedo y amor, encontraron un refugio que les devolvió la calma.
Se fueron despojando lentamente de las ropas, como si cada prenda arrancada representara un pedazo de dolor que quedaba atrás.
Sus cuerpos desnudos se buscaron con ansias contenidas, y Amadeo la besó con una pasión ardiente, pero también con la ternura de quien ha estado a punto de perderlo todo y al fin lo recupera.
Sus labios recorrieron el rostro amado, descendiendo hasta el cuello y más allá, hasta los rincones, donde la piel vibraba al contacto.
La unión fue lenta, profunda, como si necesitaran grabar en sus almas la certeza de que estaban vivos, de que habían resistido.
En cada caricia había consuelo, en cada suspiro una promesa silenciosa.