Subestimé mis propias fuerzas.
Apenas regresé al casino, todo me pasó factura. Las piernas me fallaron, el mundo empezó a girar en mi cabeza y la vista se me nubló.
Justo antes de perder el conocimiento, vi a una chica corriendo hacia mí, con el pánico reflejado en los ojos.
«¡Qué irónico!», pensé. Una desconocida se preocupaba más por mí que las personas con las que había intentado construir una vida durante años.
***
Cuando abrí los ojos, sentía el cuerpo como si me hubiera atropellado un camión. Cada músculo me dolía, la garganta me ardía, y la piel me quemaba de la fiebre.
—¿Dónde estoy? —murmuré, mirando a la chica sentada junto a la cama.
—Te desmayaste —me respondió ella con suavidad—. Tenías una fiebre muy alta, pero ahora estás más estable.
Se acercó, me quitó la toalla húmeda de la frente y me dedicó una sonrisa tranquila.
—¿Y tú eres...? —pregunté, frunciendo levemente el ceño.
—Soy una de las chicas que trabaja en las mesas del casino —me respondió—. Te he visto un par de veces. Me llamo Selena.
Parpadeé, aún mareada. Era joven, amable e inocente.
—Gracias —le susurré—. Gracias por ayudarme.
Mientras la observaba, con ese rostro tan abierto, tan sincero, me vi reflejada en ella. La que había sido antes de que todo se viniera abajo.
Y, en ese instante, algo dentro de mí se removió y una vieja pregunta emergió desde lo más hondo, donde llevaba años enterrada bajo culpa, vergüenza y silencio: ¿Qué había sucedido realmente aquella noche? La noche que Lía había dicho que la había entregado a aquel monstruo.
Durante años, me convencí de que la verdad estaba perdida para siempre, que las cámaras de seguridad casualmente no funcionaban, y nunca fui a hablar con él, con el hombre que era el centro de todo.
Saqué el teléfono y llamé a mi asistente.
—¿Puedes conseguirme una reunión con el señor Ibarra? Sí. No, no es por trabajo. Es algo personal. Un asunto viejo... Perfecto. Avísame cuándo y dónde.
***
En menos de cuarenta y ocho horas ya tenía una cita confirmada con él.
No voy a mentir, me esperaba a un monstruo. Un tipo grotesco, intimidante, con aire de depredador. Pero el hombre que entró en la sala parecía sacado de una campaña de trajes de diseñador.
Parecía tener unos treinta y tantos, elegante y en forma. Tenía su cabello oscuro peinado hacia atrás, y un reloj que seguramente costaba más que mi anillo de bodas. Era guapo y encantador. Letalmente encantador.
—Señorita Ríos —me saludó con voz aterciopelada—. ¿A qué se debe esta visita?
Mantuve el rostro neutro, aunque las manos se me cerraban bajo la mesa.
—Vengo a preguntarle por algo que ocurrió hace varios años aquí en este casino.
Frunció el ceño.
—¿Algo que hice yo?
—Dígamelo usted —le dije, tras aclararme la voz—. ¿Recuerda a una chica joven? Ella aseguró que usted... la forzó.
Él ladeó la cabeza y soltó una risa suave.
—¿Qué la forcé? Señorita Ríos, ¿cree que parezco alguien que necesite forzar a alguien?
Por desgracia, el mundo entero pensaba lo mismo. Era de esos hombres que no necesitaban perseguir a nadie, las mujeres le acudían solas a él.
Le mostré una foto de Lía, sonriendo con dulzura.
—Tal vez no la recuerde, pero quizás esto ayude.
Le dio un vistazo, sin interés, y se giró hacia su guardaespaldas.
—¿Te suena?
El guardaespaldas sonrió, como si hubiera estado esperando la pregunta.
—¿Ella? Claro que sí. Me acuerdo perfectamente. —Soltó una risa oscura—. Esa chica se me lanzó encima. Me rogó que la llevara con usted. Me dijo que haría lo que fuera… así que la dejé. Luego la eché, le dije que se largara —explicó, antes de mirar a Ibarra y agregar—: Basura como esa no merece su tiempo, jefe.
Ahí estaba la verdad. Lía no había sido víctima de una agresión.
Había mentido.
Sus decisiones, su vergüenza, la muerte de sus padres… ella se había inventado el papel de víctima y me había pintado a mí como la culpable.
***
No corrí a contárselo a Elías. Solo me senté con la verdad. La dejé asentarse, como un ungüento que alivia años de heridas abiertas.
Y justo entonces, él me llamó.
—¿Dónde demonios estás, Olivia? —su voz sonaba agotada y molesta—. Te dije que ya dejaras el numerito. Iván y yo te necesitamos. Lía sigue aquí. ¿Por qué no puedes simplemente volver a casa y ayudar? —Hizo una pausa, y luego soltó la misma frase de siempre—: Se lo debes.
Reí por lo bajo. Una risa vacía y seca.
—No le debo nada —dije.
Y colgué.
Acto seguido, le envié a Elías un solo audio, de menos de dos minutos.
Era la voz del guardaespaldas, jactándose, diciendo todo sin filtros, contando cada detalle lo que Lía había hecho y por qué.
Adjunté un mensaje corto:
«Aquí tienes la verdad que tanto buscabas. Ojalá no llores demasiado cuando descubras la clase de mujer que siempre ha sido tu adorada Lía.»
Y con eso, guardé el teléfono.