—¿Te sientes mejor? —me preguntó Selena al entrar a la oficina, trayendo un vaso de agua sobre una bandeja.
—Sí. Mejor. Gracias —le respondí con una leve sonrisa, tomando el vaso.
Ella dudó un momento antes de hablar:
—Perdón si escuché... ¿estabas discutiendo con tu esposo?
—Ajá. Lo de siempre. Otro día normal, otra pelea más... por una perra.
No se me ocurrió una forma más suave de referirme a Lía. Y, siendo sincera, tampoco tenía ganas de maquillar mis palabras.
Selena alzó las cejas, y luego soltó una risa.
—Todas tenemos una perra así en nuestras vidas.
—La mía es una bien perra —suspiré, antes de beber un sorbo de agua—. Me culpa por algo que ella misma hizo.
—Eso ya es de otro nivel —murmuró Selena, frunciendo el ceño—. ¿Y tu esposo? ¿No te cree?
—Por supuesto que no. Siempre me ha visto como la villana —murmuré y sonreí con amargura—. Supongo que simplemente era muy poca mujer para él.
—No digas tonterías —me dijo ella, levantando el mentón—. Eres fuerte, independiente, y diriges un negocio exitoso. Debería sentirse afortunado de tenerte.
Solté una carcajada seca.
—Aunque, siendo justa —añadió con un encogimiento de hombros—, si así es como te trata, quizá tienes mal gusto para los hombres. Sin ofender.
—No me ofende —murmuré—. Es verdad. Tengo mal gusto para los hombres... y para las amistades.
«Y quizá», pensé con amargura, «tampoco soy buena madre». Si hasta mi propio hijo me odiaba como si yo fuera la bruja de su cuento favorito…
—¿Y si intentamos olvidar todo esto un rato? —me ofreció Selena con suavidad—. ¿Te traigo algo de comer?
—Gracias, pero no. Aún no tengo hambre —le respondí, mientras buscaba en mi bolso un frasco de pastillas y sacaba una.
Selena vio la etiqueta y se quedó inmóvil.
—¿Antidepresivos?
Mi mano se detuvo por un segundo.
Lo había visto.
De pronto, el aire se volvió más denso, más pesado. Como si un secreto guardado durante años acabara de quedar al descubierto.
Forcé una sonrisa.
—Sí... ¿Te importaría guardártelo?
—Claro que no —respondió, asintiendo con la cabeza. Luego soltó el aire lentamente—. Es solo que... no me lo esperaba. Siempre pareces tan... fuerte, tan inquebrantable.
—Supongo que todos nos rompemos en algún momento —le dije con ligereza, como quien intenta quitarle peso a lo que importa—. No te preocupes por mí. Estoy sobrellevándolo.
Parecía que quería decir algo más, pero, en ese instante, la puerta se abrió de golpe y se estrelló contra la pared.
Elías entró como una tormenta, con el teléfono apretado en la mano y la furia escrita en cada línea de su rostro.
—¿Qué carajos me acabas de mandar? —me espetó, acercándose a mí y plantándome el celular en la cara.
—Justo lo que escuchaste —le respondí con calma, guardando el frasco en el bolso—. Una confesión. La escuchaste, ¿no?
Sus ojos se desviaron un segundo. Mostró un destello de culpa, antes de mirar hacia otro lado.
Detrás de él apareció Lía, con esa mirada dulce y los labios temblorosos.
—¿Cómo pudiste hacerme esto? —sollozaba, como si le hubieran arrancado el alma—. Aunque me odies, Olivia, ¿cómo puedes mentir así? ¿Hasta contrataste a alguien para inventarte una confesión?
Los miré a ambos. Elías no podía poder sostenerme la mirada, y Lía se aferraba a su papel de mártir, como si fuera un chal de seda carísimo.
—¿La trajiste contigo? —le pregunté sin emoción.
—Abrí el mensaje mientras estaba con ella... —murmuró Elías.
Por supuesto que lo había hecho.
Lía puso su mejor cara de pena, pestañeando con rapidez, como si las lágrimas estuvieran listas para salir a escena.
—Yo sabía que me odiabas, Olivia... pero inventarte una confesión... eso es muy bajo. Incluso para ti.
La miré en silencio. Fue una mirada larga y fría.
«Oh, querida», pensé. «Tú no sabes lo que es “bajo”, Aún no».
—No estoy mintiendo, y lo sabes, Lía —le dije, sin subir la voz.
Y entonces, como caída del cielo, Selena dio un paso adelante con la mirada afilada, como un cuchillo.
—La señorita Ríos no tiene tiempo para falsificar audios. Acaba de salir del hospital.
Los ojos de Elías se abrieron con sorpresa.
—¿Del hospital? No dijiste nada. ¿Estás enferma?
—Se desmayó en medio del lobby del casino —contestó Selena, visiblemente molesta, lanzándoles a Elías y a Lía una mirada cargada de juicio—. Asumí que su querido esposo y su mejor amiga lo sabrían, pero ya veo que no.
Elías intentó tomarme de la mano, con ese repentino aire de preocupación fingida.
—Perdón... no lo sabía...
Retiré la mano sin apuro, fría, imperturbable.
—No fue nada grave. Y no querría incomodar a mi exmarido y a su verdadero amor.
Esa sí le dolió.
Elías se estremeció, y su rostro se tiñó de vergüenza. Por un segundo, pensé que estallaría como tantas otras veces. Pero no. En vez de eso, forzó una sonrisa débil y volvió a acercarse.
—Amor, vamos... no te pongas así. Sé que olvidé nuestra cena de aniversario, pero te lo voy a compensar. Lo prometo.
Cuando no le respondí, frunció el ceño, frustrado.
—Estoy aquí, ¿no? ¿Qué más quieres de mí, Olivia? —preguntó, molesto, y entonces, en voz baja, soltó—: ¿Quién te querrá como yo lo hago?
Lo miré, incrédula, completamente atónita por su descaro.
¿Quién me iba a querer?
Tenía el casino más exitoso de todo México. No necesitaba su lástima. Y mucho menos su amor. Uno que, para empezar, nunca me había dado de verdad.
—¿Te estás escuchando? —le dije, con una calma que sabía a veneno—. ¿Crees que no puedo vivir sin ti?
—No fue eso lo que quise decir —se apuró a aclarar, volviendo a extender la mano.
Pero yo había dado un paso atrás. Ya había tenido suficiente.
Y ahí estaba Lía, parada detrás de él, con su papel de siempre: la esposa silenciosa. Ojos grandes, labios temblorosos, demasiado frágil para decir una sola palabra. Como si yo no pudiera verla con claridad.
—Hazme un favor y lárgate de mi casino —le solté, con la mirada clavada en ella.
Sus labios comenzaron a temblar, y sus ojos se llenaron de lágrimas justo a tiempo.
—Yo... solo quería saber cómo estabas, Olivia. No quise molestarte...
Se giró hacia Elías, buscando apoyo.
Pero esta vez, él no mordió el anzuelo. La miró por un momento, antes de mirarme a mí.
—Tal vez deberías irte, Lía. Con que esté yo, ya es suficiente.
Estuve a punto de reírme.
—De hecho —dije con una dulzura venenosa—, los dos deberían irse. Lárguense de mi oficina. Lárguense de mi casino. O llamaré a seguridad para que los saque.
Selena, que hasta entonces había permanecido en silencio, soltó una risita seca.
—Hay gente que no entiende ni con señales luminosas, ¿eh?
Parpadeé sorprendida, pero no pude evitar sonreír. Acababa de decir exactamente lo que yo estaba pensando.
Elías giró hacia ella, con el ceño fruncido.
—¿Y tú quién carajos eres para hablarme así? Soy el esposo de tu jefa. ¿Quieres que le pida que te despida?
Selena alzó una ceja y me miró de frente.
—Señorita Olivia, ¿me pasé de la raya? ¿Quiere que me vaya?
Sonreí, lenta, con intención.
—Por supuesto que no. Eres mi amiga. Aquí siempre serás bienvenida.
Entonces me giré hacia los otros dos.
—Y ustedes... ya lo dije: lárguense. Y no se les ocurra volver a faltarle el respeto a mi amiga.