Esa noche fue la primera vez que pensé, de verdad, en irme de la vida de Elías.
Lo amaba, sí. Pero no podía seguir tragándome esta versión torcida del amor, llena de humillaciones y manipulaciones.
Y aun así, él logró hacerme retroceder.
Me dijo que me amaba, que no quería montar una escena delante de su familia en plenas fiestas y que Iván era demasiado pequeño para quedarse sin su madre.
Lo dijo como si fuera algo noble, como si estuviera protegiéndonos a todos.
Y yo... le creí.
Tenía miedo. Miedo de perder una familia que llevaba años intentando mantener unida a pesar de ellos mismos.
Así que me quedé. Apreté los labios, callé mis corazonadas, y hasta llegué a convencerme de que estaba exagerando. Que la presencia de Lía no era una amenaza, que el problema era mío, que debía esforzarme más.
Con el tiempo, dejé incluso de defenderme.
Total, nadie me escuchaba.
El pasado me perseguía como una sombra. Cada momento en el que debí irme y no lo hice; cada vez que debí elegirme a mí, y no lo hice; Cada uno de esos recuerdos me quemaban por dentro.
Y de pronto, la voz de Iván me trajo de golpe al presente.
—¡Eres tan mala! —me gritó con el rostro empapado en lágrimas—. Si haces llorar a la señorita Lía, ¡no te volveré a llamar mamá nunca más!
Lo miré, forzando una sonrisa que dolía hasta en los huesos.
—¿Cómo podría hacerla llorar? —susurré—. Si me voy, ustedes tres podrán ser felices para siempre.
***
Los niños son eso: niños. Inocentes y completamente honestos.
Iván se iluminó.
—¿De verdad? ¿La señorita Lía va a vivir con papá y conmigo?
Lía se apresuró a intervenir, tratando de controlar la situación.
—Iván, mi amor, no digas eso. Yo no puedo vivir con ustedes. Olivia es tu mamá —dijo con dulzura, antes de girarse hacia mí, con esa expresión suya de fingida culpa—. No te lo tomes a mal —añadió, con un tono compungido—. No estoy aquí para destruir tu matrimonio ni para quedarme con tu familia.
No le respondí.
Y entonces, como si actuara en una obra de teatro mal ensayada, estiró la mano hacia mí.
—Si mi presencia te incomoda —murmuró con la voz temblorosa—, me voy…
Pero no llegó a terminar. Elías se abalanzó sobre ella como si estuviera salvando a una princesa en apuros.
—No digas tonterías —le dijo, rodeándola con un brazo—. Yo le pedí que se quedara unos días. Si alguien tiene la culpa, soy yo.
Lía se acurrucó contra él y levantó la cara llena de lágrimas.
—No, la culpa es mía. Siempre termino haciéndolos pelear...
Y como si todo estuviera coreografiado, Iván rompió en llanto otra vez.
—¡No! ¡Eres una mamá mala! ¡Quiero que la señorita Lía se quede!
Perfecto. Los tres en escena, como si lo hubieran ensayado: el padre comprensivo, la invitada sensible y el hijo leal.
Y yo... Yo ya no encajaba en ese guion.
—Ahórrense el espectáculo. Me voy —les dije con una sonrisa amarga, dispuesta a marcharme.
—¿Por qué tienes que ser así? —estalló Elías—. ¿No ves la cara de Lía? Está pálida, está enferma. Tiene gripe —añadió, como si eso lo justificara todo—. Estaba sola, y pensé que sería buena idea invitarla. Solo queríamos cuidarla. Así que deja de armar dramas.
Solté una carcajada seca.
—Si estás quedándote sordo, Elías, deberías ir al médico. Porque desde que Lía entró por esa puerta, apenas he abierto la boca. Pero, claro, di que estoy armando un drama si eso te hace sentir mejor —dije, y me giré hacia ellos por última vez—. No te olvides de firmar los papeles de divorcio.
***
Hubo un tiempo, después de casarnos, en que había sido feliz en esa casa. Hasta que una tarde Elías me dijo que Lía quería venir a visitarnos.
Recuerdo cómo reaccioné: le grité, diciéndole que no.
Porque Lía ya se había metido en cada rincón de mi vida. Y esa casa... era lo único que todavía sentía como mío.
Al final, Elías cedió. Pero me lo hizo pagar. Semanas enteras de silencio, de miradas frías, de suspiros envenenados.
La tregua solo llegó cuando descubrí que estaba embarazada.
Si alguien conocía lo que esta casa significaba para mí, era él. Por eso, si esta vez salía por la puerta, sabía que no era un capricho, sino que iba completamente en serio.
Me siguió... Pero se detuvo en seco cuando escuchó la voz de Iván.
—La frente de la señorita Lía está caliente otra vez —dijo—. Papá, ¿tiene fiebre?
Sin pensarlo, Elías se dio la vuelta, cargó a Lía en brazos y salió corriendo con ella hacia el auto.
Yo también salí. Estaba lloviendo, así que terminé con la ropa empapada, el pelo pegado al rostro y temblando. Pero era como si fuera invisible.
Intentar tomar un taxi en esas condiciones era casi imposible.
Y entonces vi pasar el auto de Elías. Iván iba en el asiento trasero con la mano en la frente de Lía, quien iba reclinada como una perfecta damisela desmayada.
Y juro que por un instante... lo vi. Esa sonrisita satisfecha en su rostro.
Había ganado otra vez. O al menos, eso creía ella.
Lo que no sabía... era que a mí ya no me importaba.
Si mi esposo no confiaba en mí y mi hijo no me quería, entonces que se quedaran con ella.
Después siempre la habían querido, ¿no?