Nos quedamos inmóviles en completo silencio junto al lago, escuchando el sonido del agua movida por el viento, pero después de un largo rato empecé a sentirme cansada, mi cuerpo comenzó a inquietarse.
—¿Qué sucede? —preguntó Sergio.
—Deseo sentarme en algún lado, me duelen un poco las piernas de estar de pie —confesé.
Sergio miró alrededor y, de repente, sentí que me elevaba: me había tomado por la cintura y me llevaba directo hacia una gran roca cercana. Aunque ya estaba acostumbrada a que me abrazara como si fuera su almohada, fingí cierta timidez y dije:
—No te preocupes, puedo caminar sola.
—¿Con las piernas adoloridas? ¿Cómo vas a caminar?
Saqué la lengua y me callé.
Sergio me bajó y se sentó. Cuando iba a acercarme a su lado, extendió sus largos brazos y me sentó cariñoso en sus piernas. Apenas me preguntaba qué estaba haciendo cuando susurró en mi oído:
—La piedra está fría.
¿Existiría un novio más atento que Sergio? Quizás sí, pero para mí, ya no.
—Gracias, novio —le di un lige