Ivana golpeó dos veces la puerta del estudio de Dante y entró sin esperar respuesta.
—Necesito hablar contigo —dijo, entrando.
Dante alzó la vista de los documentos que revisaba en esos momentos. Sus ojos, afilados; la camisa, impecable; el reloj, marcando la misma precisión con la que él imponía su mundo.
—Cierra la puerta —pidió, tranquilo.
Ivana no obedeció. La dejó entreabierta a propósito.
—No voy a vivir a ciegas. —soltó, apoyando ambas manos sobre el escritorio—. ¿Tus “negocios”? Quiero saber la verdad. Toda, laverdad.
—La “verdad” —repitió él, como saboreando la palabra—. La verdad es que estás a salvo aquí.
—No le des vueltas al asunto, Dante. Eliot, la prensa, los rumores… y ahora amenazas anónimas. —Sacó un sobre arrugado del bolsillo—. Esto llegó a mi habitación. No a la entrada, no al despacho… a mi cuarto. Alguien dentro de esta casa me dejó esto.
Dante tomó la nota, leyó en silencio. Sus facciones no cambiaron.
—Esto es una manera de intimidarte, no les des ese poder.