La mano de Marco se cerró alrededor de la suya con la firmeza de quien conocía exactamente la presión perfecta: suficiente para transmitir posesión, suave como para prometer ternura. Sus dedos, largos y cálidos, se entrelazaron con los suyos mientras su pulgar trazaba círculos microscópicos sobre el dorso de su mano, un gesto tan pequeño que podría haber sido accidental, pero que enviaba ondas de electricidad directamente a su vientre.
Con un movimiento fluido que hablaba de años de experiencia en el arte de la seducción, Marco la condujo hacia el centro de la pista. Sus pasos eran los de un felino: calculados, elegantes, hipnóticos. Cada músculo de su cuerpo se movía en perfecta armonía, como si hubiera sido diseñado específicamente para este momento, para esta danza, para ella.
La música los envolvió como un hechizo líquido. El ritmo pulsaba a través del suelo de mármol, subiendo por sus piernas hasta sincronizarse con los latidos desbocados de su corazón. Marco comenzó a moverse, y