La pequeña cicatriz se había convertido en el centro de gravedad de su universo.
Lucía había intentado calcular cuántas veces había pensado en ella desde aquella noche en el hotel. Doscientas cuarenta y siete. No, doscientas cuarenta y ocho si contaba ahora mismo, mientras fingía revisar el informe de recursos humanos que Daniel le había pedido que analizara. “Patético”, se decía a sí misma. “Absolutamente patético. Eres una mujer adulta obsesionada con una marca de nacimiento que probablemente ni siquiera existe”.
Pero existía. “Oh, sí que existía”.
Estaba allí, en su antebrazo derecho, exactamente a tres centímetros de su muñeca. Tenía la forma de una media luna imperfecta, como si la naturaleza hubiera decidido firmar su obra con un pequeño sello de imperfección. Y cada vez que la veía —cada maldita vez que Daniel gesticulaba, se abrochaba los gemelos, o se servía ese café que tomaba negro como su alma corporativa—, algo en el estómago de Lucía se contraía como un puño cerrado.
“Es