37.

CHRIS

No sé en qué momento de la tarde la casa deja de sentirse enorme. Tal vez cuando Sophie aparece en la sala con una manta sobre los hombros. O cuando Max se trepa al sillón y se acurruca entre nosotros dos como si fuera lo más natural del mundo. O cuando mi madre, que vino a traer comida “porque sé que no vas a pedir nada decente, Christopher”, se sienta frente al televisor y sonríe con una expresión que no le veo desde hace años.

La mansión siempre fue silenciosa, impecable, demasiado fría. Pero ahora… ahora hay juguetes tirados sobre la mesa baja. El vaso de Sophie con agua a medio terminar. La mochila de Max abierta, con un dinosaurio asomándose por la cremallera. Y mi madre mira ese caos doméstico como si fuera una obra de arte.

—Se siente extraño —dice ella de pronto.

—¿El qué? —pregunto, aunque ya lo sé.

—Esto —responde con un gesto suave hacia el sillón donde estoy sentado con Max dormido sobre mi pecho y Sophie apoyada en el otro extremo, con los pies recogidos y la mirad
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