—Señorita Viel —llamó el conserje desde su caseta, agitando un sobre negro con los dedos manchados de tinta—. Llegó hace un momento. Lo dejó un repartidor. Dijo que era urgente.
Me detuve en seco.
El aire frío se coló por el cuello de mi abrigo, pero el temblor no vino del clima.
El sobre no era solo una carta.
Era una advertencia disfrazada de cortesía. Una amenaza envuelta en papel satinado. Mi nombre brillaba en tinta lustrosa, la caligrafía tan perfecta que parecía escrita por alguien que me conocía… demasiado bien.
—¿Dijo quién lo enviaba?
—No. Solo entrega personal. Un chico nuevo, creo —murmuró el conserje, frunciendo el ceño. No parecía alarmado, pero el sobre lo incomodaba tanto como a mí.
Asentí. Lo tomé como quien recoge un artefacto explosivo.
Lo guardé en el bolso sin abrirlo.
No ahí. No bajo el sol oblicuo de la tarde. No frente a la mirada curiosa de un extraño.
Mensajes así exigen soledad. Y temple.
En el auto, supe a dónde ir.
Toqué una vez. Suficiente.
Alonso abrió la