Julieta
Cuando llegué al aeropuerto de Heathrow, el verdadero peso de mi bolso no estaba en la ropa ni en el neceser apretado, sino en el viejo cuaderno que llevaba dentro. Sus páginas arrugadas, llenas de tachaduras y garabatos, eran cicatrices que hablaban de noches en vela, de teorías a medio formar, de un rompecabezas cuyas piezas nunca terminaban de encajar. Pero hubo una que jamás vi venir: Alonso.
Con su sonrisa medida y voz melosa, me manipuló como si fuera una novata. Y yo, que solía ver tras las máscaras ajenas, lo dejé hacer. Una rabia sorda me ardía en la garganta cada vez que recordaba su tono dulce, sus palabras suaves como terciopelo… y cargadas de veneno. Si algo le sucedía a Leonardo, jamás podría perdonármelo.
Él no era solo un amigo. Era mi hermano en todo, menos en sangre. Lo había visto reír hasta las lágrimas por un chicle pegado al zapato, llorar en silencio frente al diagnóstico devastador de un niño… y sostenerme la mano cuando perdí a mi madre. Compartimos si