La mañana siguiente no trajo cadenas, ni órdenes, solo el sonido de la respiración del Ala de Obsidiana a su alrededor. Se despertó tomándose su tiempo, sintiendo la suavidad de la cama, el suave pelaje debajo de ella. Se sentía bien dormir entre sábanas tan cálidas. Se preguntó cómo lo estaría llevando su gente, si estarían bien, si Ragnar cumplía su palabra.
El viento susurraba secretos a través de las grietas de la piedra, y el frío se filtraba como un recuerdo. Atenea se refrescó y se vistió despacio, deliberadamente.
La criada le había traído ropa nueva, nada extravagante, pero aun así tan hermosa. Era un maxi largo, según el código de vestimenta real, que le llegaba a los tobillos. Era fluido y se ajustaba perfectamente a sus curvas. Llevaba el pelo suelto mientras se miraba en el espejo. Se veía tan femenina.
El temblor en sus manos había desaparecido. La marca se había asentado, pero no la domesticó. En todo caso, la agudizó. Algo dentro de ella se agitó, más que solo su loba. Más viejo. Más hambriento. Era como si la marca hubiera dado vida a algo.
Ayer, escuchó a los sirvientes hablar. Una de las criadas más jóvenes, en voz baja, había mencionado la biblioteca real, un lugar de silencio y sombras, escondido bajo torres y secretos.
Tan pronto como escuchó la palabra biblioteca, algo hizo clic en su mente. Tal vez podría encontrar algo allí.
Atenea desayunó en su habitación. Estaba siendo bien alimentada y no se quejó. Necesitaba todas sus fuerzas para lo que le deparaba el futuro. Esperó hasta que el sol salió alto, hasta que el palacio se agitó por completo, antes de dirigirse allí.
Los pasillos estaban en silencio. Los sirvientes se apartaron de su camino con la cabeza gacha, pero nadie se atrevió a detenerla. Ya fuera por el aroma de Ragnar pegado a su piel o por algo completamente diferente, ya no se sentía observada, sólo seguida por el silencio.
Atenea notó que una mujer de su tribu limpiaba el pasillo y, al verla, se tapó la boca intentando contener el sollozo mientras corría hacia Atenea y caía de pie.
—Perdónanos, Atenea. Por nuestra culpa, te sacrificaste...
Atenea se agachó mientras la agarraba por los hombros, haciendo que la mujer la mirara a los ojos.
—¿Están todos bien? ¿Cumplió el rey su palabra? —preguntó Atenea mientras la mujer asentía, secándose las lágrimas.
—Sí, nos dan buena comida, ropa y refugio, y todos tuvimos que trabajar para el rey —dijo la mujer mientras Atenea asentía. Esta vez, no le dio ninguna esperanza de sacarlos de este lugar.
—Atlas se está volviendo loco desde que te marcaron. Nos está costando mucho controlarlo —dijo la mujer.
—Dile que lo necesito. No hagas nada imprudente que me cueste la vida. Necesito que escape de este lugar. Dile que se quede callado y sumiso por ahora —dijo Atenea con calma cuando sintió la presencia de un guardia detrás del pilar a su espalda, a cierta distancia.
Se puso de pie junto con la mujer. Asintió una vez y le indicó que fuera a hacer su trabajo,
Comenzó a buscar la biblioteca. No era como si se hubiera olvidado de su gente. Era solo que necesitaba tiempo para salvarlos. No podía darles esperanza una y otra vez y romperla.
Atenea encontró la biblioteca. No estaba en un ala oculta ni nada por el estilo. Estaba en el último piso del castillo.
Entró en la biblioteca como un fantasma. El olor a pergamino viejo y tinta la golpeó primero. Era seco, quebradizo, atemporal. Los libros se alineaban en las imponentes paredes en estuches dorados. Las vidrieras bañaban el suelo de mármol con un color fracturado. El techo se arqueaba como las costillas de una bestia dormida, y en su centro había un mural pintado.
Era una pintura fascinante. Desviando la mirada del techo, sus ojos recorrieron el espacio. Se movió con determinación, examinando títulos y marcas. Necesitaba algo, cualquier cosa, que pudiera explicar los sueños, el nombre, la espada. El peso de algo antiguo la oprimía.
Entonces, lo sintió. Alguien la estaba observando. Su cuerpo entró en modo de alerta porque olió a un alfa, pero era una Alfa hembra.
—No eres lo que esperaba. —La voz era suave. Regia. Medida.
Atenea se giró para ver a una mujer sentada en el hueco de una ventana alta, su silueta enmarcada por la luz. Era mayor, aunque el tiempo la había tocado ligeramente, con ojos penetrantes, cabello con mechas plateadas trenzado y enrollado como una corona. Vestía terciopelo oscuro y pieles, pero su porte era de acero.
Atenea la conocía.
Era Chloe. La madre del rey. No esperaba verla allí.
Ella enderezó la columna. —¿Y qué esperabas, reina?
—Una omega asustada. Una que estaría demasiado rota para levantar la cabeza. —Chloe se levantó con gracia, acercándose—. Mi hijo tiene gustos peculiares, pero incluso esto... esto es nuevo.
Atenea no se inmutó. —¿Lo desapruebas? —sabía que lo desaprobaría, y estaba segura de que odiaba el hecho de que su hijo marcará a un simple omega y contaminara su linaje.
Chloe la estudió. —No te conozco lo suficientemente bien como para desaprobarlo. Todavía.
Hubo una larga pausa entre ellas. Inesperado de nuevo, pero Atenea mantuvo la calma. Un silencio mezclado con pruebas tácitas.
—Eres del Norte —dijo Chloe al fin—. Tu cabello... nunca lo había visto así. Debes ser de un linaje puro. ¿Quiénes fueron tus padres, Omega?
—Arnold y Serina del norte. Tu querido esposo los mató, y eso no es todo. Tú, más que nadie, podrías saber lo que tu esposo, tu suegro y todos los demás alfa dominantes de linaje real le han hecho a la gente del Norte, ¿no? —dijo Atenea con amargura.
—Esta es una maldición que la gente del Norte tuvo que soportar; así es como funciona este mundo —dijo Chloe, pero su voz contenía una tristeza oculta.
—Cambiará muy pronto —prometió Atenea, mirándola fijamente a los ojos, haciendo sonreír a Chloe.
Ahora tenía sentido por qué su hijo la eligió como su mate. Por ahora, podría haberlo hecho por ira o algo así, pero estaba claro que estaba intrigado por ella.