Capítulo 24

No había tiempo. No había luz. No había aire. Solo el crudo y sofocante aplastamiento de la nada.

Atenea flotaba en ella.

La tierra seguía girando y el tiempo no se detenía, simplemente se deslizaba entre las puntas de sus dedos en un completo borrón.

El silencio era absoluto, un velo espeso y opresivo que envolvía sus extremidades como cadenas de sombra. Ahora no había dolor. Ningún hierro frío mordiendo sus muñecas. Ningún suelo de piedra. Solo vacío. Un lugar entre momentos, donde el tiempo se olvidaba de moverse.

Atenea no podía sentir nada. Aunque estaba atada, no podía sentirlo. Estaba entumecida. Flotando entre la consciencia y la inconsciencia.

No sabía si estaba muerta o soñando. Y tal vez no importaba. Tal vez eso era misericordia.

Pero incluso en la oscuridad, no estaba sola. Había un latido constante. No el suyo. No el de él.

Entonces un susurro, suave y espectral...

—Despierta.

No era una orden. Era una súplica. Familiar. Íntima.

Atenea parpadeó en el vacío. La oscuridad se desprendió en capas, lentamente, como piel quemada, revelando algo más allá. Un bosque comenzó a florecer a su alrededor, no como ninguno que hubiera conocido. Miró hacia abajo, y no había cadenas en ella; sus pies descalzos sintieron la hierba relajante. Árboles más altos que torres se mecían contra un cielo veteado de violeta y tinta. Sus hojas plateadas susurraban antiguos secretos al viento. El suelo palpitaba, vivo bajo sus pies descalzos, como algo vivo que respiraba. El olor a escarcha y sangre flotaba en el aire.

Ahora estaba de pie. No encadenada. No rota.

Su cuello todavía ardía con la marca. Latía en sincronía con los latidos de su corazón, como si intentara arrastrarse más profundamente bajo su piel.

Ella lo agarró, clavándose las uñas en la carne. —Sácalo... sácalo... —Gritó. Sentía una punzada en lo más profundo de su garganta.

—Dejaste que nos tocara. —La voz se escuchó de nuevo, esta vez más aguda.

Más cerca. Atenea se giró.

De las sombras del bosque emergió un hermoso lobo. Era más feroz que cualquiera que hubiera visto jamás. Pelaje como la luz de la luna, puro y blanco, brillando con fuego interior. Sus ojos eran verdes... sus ojos. Y el dolor en ellos casi la destrozó.

Sus rodillas se doblaron.

—No —susurró—. No, no eres real. Eres... eres una alucinación. Un truco —Atenea le dio la espalda al lobo mientras se cepillaba el pelo hacia atrás con los dedos, mirando al suelo con incredulidad.

El lobo gruñó, bajo y gutural, pero no enojado. 

—Lo has olvidado. Pero yo no… —dijo la loba.

—No tuve elección —dijo Atenea en voz alta, mirándola de nuevo, con lágrimas brillando en sus ojos—. Solo me sometí porque él habría matado a mi gente. Eran inocentes. Lo hice para salvarlos. Para ganar tiempo —dijo casi sin aliento.

—Pones excusas —dijo la loba. Sus ojos ahora tienen motas plateadas.

—¡Luché! ¡Lo hice! Lo viste. ¡Nunca dejaré que me destruya! —juró Atenea.

La loba se acercó, con las patas silenciosas contra el suelo, cada movimiento elegante y poderoso.

—Luchaste con miedo. No con fuego. Olvidaste quién eres.

—No soy nadie —susurró Atenea, abrazándose—. Solo una omega. Una rota. Marcada. Poseída. Destrozada.

Los ojos del lobo brillaron con furia. —Mentiras. Dejó su marca en tu piel. No en tu alma. Eso todavía nos pertenece. Estoy luchando contra ello, y tú también. Lo superaremos —dijo su loba con ferocidad.

Atenea levantó la vista, temblando. —Entonces, ¿por qué siento que me estoy muriendo?

—Porque estás en guerra contigo misma. Porque dejaste que nos enterrara. Pero Atenea, tú no conoces el poder de tu sangre. No eres una simple omega. Eres más que eso. —El bosque se estremeció. Una ola de algo lo recorrió...

Un recuerdo. Ecos de otro tiempo.

Atenea contuvo la respiración. 

Se vio a sí misma, envuelta en una armadura roja como la sangre, de pie al frente de un ejército. Sus manos estaban empapadas por la batalla. Su voz era un tambor de guerra. Los lobos aullaban detrás de ella. No eran bestias, sino parientes. Alfas y omegas por igual se arrodillaban a sus pies, no por miedo, sino por reverencia.

—Skýrana.

El recuerdo resonó. Un título. Un nombre más antiguo que su vida actual. Su verdadero nombre.

La escena cambió de nuevo, fuego, cielo partido en dos, sombras retorciéndose. Ella estaba en el ojo de una tormenta, intacta. Su sangre iluminó la tierra como un reguero de pólvora. Su grito quebró montañas. Y entonces... cadenas. Traición. Su poder fue sellado. Su alma enviada hacia adelante.

Atenea cayó al suelo, sollozando. Mientras se agarraba la garganta y se frotaba el pecho para respirar. Se sintió sofocada, agotada. Muriendo.

No era una niña. Sabía que tenía algo poderoso dentro de ella, pero no podía nombrarlo porque no sabía qué era.

—¿Qué era yo?

La loba blanca se acercó a ella, presionando su hocico contra su pecho.

—Lo eras todo. Y lo volverás a ser.

—Pero él me marcó.

—Su marca es fuego. Las nuestras son estrellas. El vínculo es la mitad. No se completará hasta que tú también lo marques. —La loba enseñó los dientes—. Encuentra el Pozo. Deja que la sangre recuerde.

Atenea levantó la cara. —¿Y si he ido demasiado lejos?

—Entonces lo quemaremos. Pero no dejes que su marca me domine —dijo la loba.

Atenea pudo ver que su loba también estaba luchando.

La loba comenzó a desvanecerse, disolviéndose en mil estrellas. Su voz persistió, llevada por el viento...

—No somos presas. Somos una profecía —y entonces todo se volvió negro.

Los ojos de Atenea se abrieron de golpe. El mundo real volvió a golpearla. Cadenas. Sangre. Frío. La marca aún latía, aún ardía. Pero algo dentro de ella había cambiado.

Ella yacía quieta, pero su corazón era una tormenta. Un tambor de guerra.

Él lo había sentido, esa tenue aura. El pulso antiguo que no podía explicar. No fue un accidente.

El vínculo de pareja no la estaba silenciando, estaba amplificando lo que ya estaba allí. Y ese fue su error.

Ella no rogaría.

No dejaría morir a su loba.

Ella recordaría.

Y un día, reduciría su mundo a cenizas.

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