No había tiempo. No había luz. No había aire. Solo el crudo y sofocante aplastamiento de la nada.
Atenea flotaba en ella.
La tierra seguía girando y el tiempo no se detenía, simplemente se deslizaba entre las puntas de sus dedos en un completo borrón.
El silencio era absoluto, un velo espeso y opresivo que envolvía sus extremidades como cadenas de sombra. Ahora no había dolor. Ningún hierro frío mordiendo sus muñecas. Ningún suelo de piedra. Solo vacío. Un lugar entre momentos, donde el tiempo se olvidaba de moverse.
Atenea no podía sentir nada. Aunque estaba atada, no podía sentirlo. Estaba entumecida. Flotando entre la consciencia y la inconsciencia.
No sabía si estaba muerta o soñando. Y tal vez no importaba. Tal vez eso era misericordia.
Pero incluso en la oscuridad, no estaba sola. Había un latido constante. No el suyo. No el de él.
Entonces un susurro, suave y espectral...
—Despierta.
No era una orden. Era una súplica. Familiar. Íntima.
Atenea parpadeó en el vacío. La oscuridad