Cap. 36 Mi vida...
Al día siguiente, un coche discreto se detuvo frente a los imponentes portones de la Mansión La Tormenta. Luther ya había allanado el terreno; los guardias, advertidos y con órdenes estrictas, se hicieron a un lado. Lena y Hugo Marín no llegaron como invitados.
Llegaron como lo que eran: familia reclamando lo suyo. Entraron con la determinación silenciosa del que sabe que tiene derecho a estar allí, "como perro por su casa", sin pedir permiso.
El protocolo fue rápido y sombrío. Se cambiaron la ropa de calle por batas estériles en una antecámara, se desinfectaron las manos con el rigor de quien comprende que un microbio podría ser un arma letal, y se colocaron las mascarillas. Cada gesto era un recordatorio mudo de la batalla que se libraba en ese lugar.
Luego, cruzaron la puerta hacia la suite médica. Era la primera vez que veían a su nieta.
Y al verla, sus corazones, ya maltrechos por años de mentira y dolor, se partieron en mil pedazos.
Allí, en medio de cables y monitores, estaba