El día amaneció distinto, o tal vez era yo la que lo veía con otros ojos. Después de varios días escondida en mis propios pensamientos, bañándome una y otra vez como si el agua pudiera borrar lo que no se iba de mi cabeza, me encontré con una llamada que no esperaba. Era Santiago. Su voz, cálida, sencilla, me sorprendió más de lo que hubiera querido admitir. Me dijo que quería invitarme a salir, a comer algo, a distraerme un poco. Dudé, lo pensé varias veces, mi primer impulso fue negarme, como siempre. Pero algo en su tono me empujó a aceptar. Quizás porque estaba cansada de mi propio encierro, quizás porque necesitaba un respiro, aunque fuera pequeño.
Me vestí con algo sencillo, un vestido ligero que Rosa me había dejado sobre la cama, como si ella ya hubiera sabido la decisión antes que yo. En el camino, mientras iba con Santiago en su coche, traté de relajarme, pero la ansiedad no me dejaba en paz. Él hablaba con esa facilidad suya, recordando cosas de la infancia, de cómo s