Luciana se miró en el espejo del baño de la mansión Sterling por quinta vez en diez minutos. Traje sastre negro de Armani. Camisa blanca. Tacones de diez centímetros que la hacían parecer más alta, más intimidante. Cabello recogido en un moño perfecto.

Se veía como su abuelo la habría querido ver: fuerte, profesional, implacable.

Pero sus manos temblaban mientras intentaba cerrar el collar de perlas.

—Maldita sea.

La señora Harrington apareció en la puerta.

—Déjeme ayudarla, señorita Luciana.

Las manos experimentadas del ama de llaves cerraron el broche con facilidad.

—Gracias.

—Va a estar bien. —La señora Harrington le apretó los hombros—. Su abuelo estaría orgulloso.

Luciana no respondió. No confiaba en su voz.

Hoy era la reunión de la junta directiva de Sterling Maritime. La misma junta que según Rick Manson, su abogado, estaba considerando invocar la cláusula de incapacidad temporal. La misma junta que podría arrebatarle el control de la empresa que su abuelo había construido.

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