El cielo se oscureció como si alguien hubiera derramado tinta sobre un lienzo azul. Las nubes, densas y amenazantes, se arremolinaban sobre la casa de mis padres mientras el viento comenzaba a silbar entre los árboles del jardín. La reunión familiar —esa tortura disfrazada de domingo tradicional— estaba llegando a su fin, y yo no podía estar más agradecida.
Mi madre, con esa sonrisa tensa que reservaba para las situaciones incómodas, servía café en la sala mientras mi padre observaba a Thomas como quien vigila a un ladrón en su propia casa. Emma, ajena a la tensión que electrificaba el aire, jugaba con sus primos en el porche trasero.
—Parece que va a caer un diluvio —comentó mi madre, mirando por la ventana—. Quizás deberían quedarse hasta que pase.
La idea de permanecer atrapada en esa casa, con mi padre lanzando dardos invisibles a Thomas y mi madre intentando fingir que todo era normal, me provocó un escalofrío.
—Tenemos que irnos —respondí, demasiado rápido—. Emma tiene escuela m