Estaba tratando de recuperar un poco de la compostura en la terraza cuando percibí una presencia familiar acercándose. La voz de Francesca cortó el aire antes de que siquiera la viera.
—Vaya, Zoey, qué espectáculo vergonzoso —comentó, materializándose de las sombras como una aparición indeseada—. ¿Arruinar una botella de Brunello de 1985? Eso es casi criminal según los estándares de la familia Bellucci.
Me di vuelta lentamente, tratando de no demostrar cuánto me afectaban sus palabras. Francesca estaba impecable, como siempre, vestida de rojo oscuro que resaltaba su piel mediterránea. Sus ojos brillaban con malicia.
—Fue un accidente —respondí, manteniendo la voz firme—. Los corchos antiguos son frágiles.
—Ay, querida. —Francesca se rió, un sonido burlón—. Cualquier niño de nuestra familia sabría manejar esa botella. Pero tú... —acentuó las palabras con desdén—. ¿Cómo podrías saber? No formas parte de nuestro mundo.
La sangre subió inmediatamente a mi rostro. Antes de que pudiera