El jet privado de los Bellucci aterrizó suavemente en el aeropuerto internacional de Milán. A través de la ventana, vi el sol de la mañana italiana lanzando una luz dorada sobre la ciudad que, hasta entonces, solo conocía por revistas de moda. Un escalofrío de emoción recorrió mi espina, a pesar del agotamiento de las doce horas de vuelo —durante las cuales Isabella Bellucci se empeñó en compartir en detalle sus pensamientos sobre cómo una esposa adecuada para un Bellucci debería comportarse.
—¿No íbamos directo a Montepulciano? —le pregunté a Christian, en voz baja, mientras recogíamos nuestras maletas.
—Cambio de planes —respondió, con un suspiro resignado—. Mamá insistió en una parada estratégica en la capital de la moda.
Isabella se acercó, elegante incluso después del vuelo transcontinental, ni un cabello fuera de lugar.
—Queridos, ya hice reservas en el Hotel Millani. El más exclusivo de Milán. —Me miró directamente—. Nadie visita Italia sin pasar por Milán. Especialmente alg