El timbre sonó a las ocho de la mañana del lunes, arrancándome de un sueño que ya no era de los mejores. Desde el momento en que Christian salió de mi casa ayer, mi mente no había parado ni un segundo. El beso, el acuerdo, el viaje —todo giraba en mi cabeza como un carrusel descontrolado.
—¡Zoey! —La voz de mi mamá atravesó la puerta del cuarto—. ¡Hay una entrega para ti!
Rodé en la cama, refunfuñando. ¿Una entrega? No había comprado nada. A menos que...
Me levanté de un salto, un mal presentimiento dominándome. Me puse la bata por encima del pijama y arrastré los pies hasta la sala, donde mi mamá firmaba una tablet que le ofrecía un repartidor de uniforme impecable.
—¿Qué es esto? —pregunté, ya temiendo la respuesta.
—Entregas para la señorita Aguilar —respondió el hombre formalmente—. De parte del señor Bellucci.
Y entonces, como una invasión coordinada, otros tres repartidores empezaron a traer cajas y más cajas dentro de mi casa. Cajas grandes, cajas medianas, bolsas con logo