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Capítulo 2: No sirves

La luz de la mañana entraba por los ventanales de la oficina, tiñendo de un tono ámbar los muebles de caoba y el cuero oscuro del sillón donde Dante permanecía sentado. No había urgencia en sus movimientos. Revisaba un informe con una calma irritante, como si el día no hubiera estado marcado por la adquisición de una empresa entera y, con ella, el control sobre la vida de una joven que ahora esperaba afuera.

El sonido suave de unos pasos en el pasillo llamó su atención. No levantó la vista de inmediato. Dejó que el momento se extendiera, midiendo incluso la incomodidad que su silencio provocaría. Cuando la puerta se abrió, fue su asistente quien habló primero.

—Señor Volkov, la señorita Ariadna está aquí.

Dante levantó la mirada, y la vio por primera vez de pie frente a él, sin la barrera de una mesa de juntas ni el respaldo protector de su padre. Llevaba un vestido claro que parecía resaltar todavía más la suavidad de su piel y la delicadeza de sus facciones. El cabello suelto le caía sobre los hombros en ondas suaves, y en sus manos sostenía una carpeta, como si aferrarse a ella fuera una forma de protegerse.

No se levantó para recibirla. No era un gesto que concediera fácilmente.

—Entra —ordenó, con un tono seco.

Ella obedeció, cerrando la puerta detrás de sí con un movimiento tímido. Dio unos pasos hasta quedar frente a su escritorio, sin atreverse a sentarse. Él la observó en silencio, dejando que la tensión se acomodara entre ambos.

—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó, sin suavizar su voz.

—Porque… —Ariadna dudó, bajando la vista—. Porque ahora usted es el dueño… y supongo que quiere hablar de… del futuro de la empresa.

Dante dejó el informe sobre el escritorio y entrelazó las manos, apoyando los codos sobre la mesa.

—La empresa tiene un futuro. Tú… veremos.

Ella alzó la mirada, sorprendida por la dureza de la respuesta. Él no pestañeó. Se aseguró de que entendiera que no buscaba agradarle.

—No tengo interés en dulces presentaciones ni en conversaciones vacías —continuó—. Tu padre vendió más que un edificio y un nombre. Vendió todo lo que podía ser usado en su contra… y eso te incluye a ti.

Ariadna sintió que algo se apretaba en su pecho. No entendía del todo qué implicaba esa frase, pero la forma en que la pronunció le dejó claro que no era una metáfora.

—No soy… —comenzó a decir, pero se detuvo, consciente de que no tenía argumentos sólidos.

Dante se levantó entonces, caminando alrededor del escritorio con pasos lentos, como un depredador que mide la distancia antes de atacar. Se detuvo frente a ella, lo suficientemente cerca para que pudiera sentir su sombra cubrirla.

—Eres una pieza más —dijo en voz baja, casi como si fuera un secreto—. No te confundas pensando que esto es un trato entre iguales.

Ella tragó saliva, intentando mantener la calma. No estaba acostumbrada a que la trataran así, y mucho menos un extraño. Pero había algo en su mirada, una mezcla de hielo y cálculo, que la inmovilizaba.

—Y sin embargo… —continuó él, ladeando apenas la cabeza—, tendrás que aprender a estar aquí. A escuchar. A cumplir.

Dante dio un paso atrás, como si la conversación hubiera concluido, y volvió a su asiento.

—Siéntate.

Ella obedeció, apoyando la carpeta sobre sus rodillas.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó con cautela.

—Nada —respondió, sin mirarla—. Por ahora, observarás. Y te quedarás fuera de cualquier decisión importante. No confío en ti, Ariadna. Ni lo haré. Pero he de tenerte cerca y los acuerdos los cumplo.

Sus palabras fueron un golpe frío, pero lo dijo con tal neutralidad que parecía una simple declaración de hechos. Ella no supo qué responder.

La reunión terminó cuando el se quedó en silencio. Cuando ella salió de la oficina, Dante se quedó mirando el ventanal, con una ligera curva en los labios. No era una sonrisa. Era el gesto satisfecho de un hombre que acababa de colocar otra pieza en su tablero.

***

La caja llegó poco antes del mediodía: una banda de satén negro, una tarjeta sin firma y un vestido del mismo tono que un cielo sin luna. Ariadna la miró como si adentro hubiera un animal vivo. La tela era fría, pesada, con un brillo sutil que parecía tragarse la luz. En la tarjeta, dos palabras escritas con pluma: “Esta noche.”

No preguntó quién la había enviado. No hacía falta. Desde la reunión del día anterior, todo en el edificio respiraba el nombre de Dante Volkov. Secretarias que bajaban la voz al pronunciarlo, directivos que se cuadraban de repente, mensajeros que parecían conocer rutas nuevas para llegar a su oficina. Él no levantaba la voz; no lo necesitaba.

—Es una recepción de bienvenida —explicó Mara, la asistente de protocolo, cuando fue a buscarla al final de la tarde—. La prensa tendrá acceso durante los primeros veinte minutos. Hay lista cerrada. Usted… —la miró de arriba abajo—, debería cambiarse aquí. El señor Volkov desea que esté lista a las siete.

Ariadna apretó la caja contra el pecho. “Desea.” No “pide”. No “sugiere”. Desea. Como si desear fuera ya un mandato.

Se cambió en el baño de invitados del piso ejecutivo. El espejo mostraba a una chica con los hombros desnudos y la espalda atrapada por un corsé discreto. El vestido le caía hasta el suelo como una sombra obediente. Se dejó el cabello suelto, con ondas suaves que Mara roció con algo que olía a jazmín y a control. Un collar de oro pálido y aretes mínimos completaban la imagen.

—Reglas —dijo Mara, con la eficiencia de quien repite un credo—. No hable con la prensa. No beba nada que no le traigan desde la mesa principal. Si alguien le hace una pregunta sobre su padre, responda: “No haré comentarios.” Si el señor Volkov la llama, usted acude. Y siempre, siempre, se coloca a su izquierda.

—¿A su izquierda?

—La derecha es para socios —respondió, como si fuese una ley antigua.

La condujeron por corredores alfombrados hasta el salón principal. Ariadna reconoció el lugar: la misma sala donde, años atrás, su madre había organizado una gala benéfica. Había flores blancas entonces, risas fáciles, música de cuerdas. Esta noche, en cambio, la decoración era sobria y exacta: centros de mesa de cristal oscuro, velas altas, arreglos mínimos. Elegancia que no distraía. El mensaje estaba claro: la nueva empresa no necesitaba adornos para impresionar.

Dante ya estaba allí, conversando con dos hombres de mediana edad que se inclinaban hacia él apenas un centímetro, el suficiente para parecer atentos, el necesario para declararle lealtad sin palabras. Vestía un traje azul profundo, casi negro, corbata delgada, gemelos de plata. Su presencia cortaba la habitación en dos: el lado que lo miraba, y el lado que fingía no hacerlo.

La vio aproximarse y no sonrió. No la recorrió con la mirada. Simplemente la reconoció, como se reconoce un objeto que uno ha enviado a pulir. Le hizo un gesto con los dedos —pequeño, contenido— y ella se colocó a su izquierda.

—Señores —dijo él, sin mirarla—. Ariadna.

No fue “la señorita Ariadna”, ni “la hija del antiguo presidente”. Solo su nombre, como se menciona una pieza en un inventario. Los hombres la saludaron con una inclinación calculada. Uno de ellos, de barba bien recortada, apretó un poco más de lo necesario su mano.

—Qué honor —dijo, y la palabra se dobló en algo parecido a compasión.

Dante lo notó. No hizo ningún comentario, pero el brillo de metal en sus ojos se endureció un grado.

La música comenzó: un piano discreto, un contrabajo que pulsaba como un corazón contenido. Los camareros se movían como peces en un cardumen ensayado. Había fotógrafos en el perímetro, cámaras que disparaban sin flash, destellos que Ariadna sentía en la piel. Se concentró en respirar despacio. “No haré comentarios.” Repitió la frase como si fuera una oración.

—El señor Willow —anunció Mara, acercándose—. Prensa económica.

—Veinte minutos —dijo Dante. Y, al volverse hacia Ariadna, añadió en un tono neutro—. No hables.

Él dio dos pasos hacia la prensa y la llevó con una mano en la espalda. No fue un gesto protector. Fue un recordatorio de pertenencia. Su palma era pesada y exacta, como si le indicara a su cuerpo dónde debía estar.

—Señor Volkov, ¿cuáles serán sus primeras medidas? —preguntó Huerta, micrófono en mano.

—Eficiencia y transparencia —respondió, cada sílaba pulida—. Los números no temen a la luz.

—¿Habrá recortes?

—Habrá rendición de cuentas —dijo, y no necesitó añadir nada.

El periodista miró a Ariadna, tentado. La cámara también. Dante no se movió, pero su presencia se expandió lo suficiente para ocupar el espacio entre la pregunta y la respuesta. El periodista entendió el límite. Siguió con otra cosa. Veinte minutos después, como había prometido, el acceso de prensa terminó. Las puertas laterales se cerraron. La música cambió a algo más cálido. El salón se relajó una pulgada.

—Socios estratégicos —anunció Mara, trayendo a un grupo selecto. Rostros serios, relojes discretos, miradas como bisturís.

Dante se transformó sin esfuerzo en su otro rostro: el negociador que no concede ni pierde. Hablaba poco y escuchaba con una atención que cortaba. Cuando intervenía, lo hacía con la precisión de quien apoya el dedo en el punto exacto del mapa y dice “aquí”. Ariadna descubrió que su silencio no era vacío, sino una forma de control.

—¿Y la transición de marca? —preguntó una mujer de traje marfil.

—No necesito el apellido de nadie en la fachada —dijo él—. Necesito resultados.

—¿Y ella? —Señaló, con una inclinación de cabeza apenas cortés—. ¿Qué función cumple?

Ariadna sintió que el suelo se abría un poco. Eso era. Lo que todos querían preguntar.

Dante no se demoró. Bajó la mirada a su copa, como si midiera la densidad del vino, y dijo:

—Representa lo que no volveremos a ser.

La frase no llevaba veneno ni teatralidad. Cayó con la simpleza de una moneda sobre la mesa. Algunos entendieron y asintieron. Otros cambiaron el peso de un pie al otro. Ariadna se sostuvo de su propia columna. Había una humillación suave, sin gritos. Un despojo con guantes.

Pidió agua. Un camarero la acercó al instante. Sus dedos estaban fríos. “No haré comentarios.” Se lo repitió aunque nadie le preguntaba ya nada.

A mitad de la noche, apareció alguien que no estaba en la lista: Steward Lewis, viejo amigo del madre. Traje claro, sonrisa que había servido para cerrar muchos acuerdos en tiempos más fáciles.

—Ariadna —dijo, y su voz tenía un filo de ternura verdadera—. ¿Cómo estás, niña?

Ella abrió la boca para responder, pero Dante ya estaba a su lado. No había atravesado la sala a prisa; simplemente había estado. Puso su mano en la cintura de Ariadna, un toque firme que la ancló al suelo.

—La señorita está ocupada —dijo, sin cortesía.

—Solo quería saludar —repuso Lewis—. Fui amigo de su madre.

—Entonces ya ha saludado —concluyó Dante, y la conversación murió.

Cuando Lewis se alejó, Ariadna lo miró con algo que era mezcla de enojo y desconcierto.

—Él solo…

—No necesito que completes la frase —dijo Dante, sin mirarla—. No estás aquí para revivir fotografías.

—¿Para qué estoy aquí?

Él bebió un sorbo y apoyó la copa. La música subió medio tono, como si el salón contuviera el aliento a la espera de una respuesta que nadie oiría.

—Para que recuerden —dijo al fin—. Para que comprendan que la historia terminó.

—¿Mi historia?

—La de tu apellido —precisó—. La tuya la escribes tú… si aprendes a no estorbar. De lo contrario te destruiré igual que a tu padre.

Un nudo se instaló bajo el esternón de ella. Podía haber llorado. En lugar de eso, tensó los hombros y respiró despacio, como había aprendido cuando el mundo se tambaleó con los primeros titulares. “No les des el espectáculo”, se dijo su madre una vez, antes de una gala, cuando un tacón se le rompió en la escalera y contuvo las lágrimas con la fuerza de un alfiler. “Camina.”

Caminó. Lo hizo a su izquierda, como había indicado Mara. Saludó con un gesto mínimo. Evitó la prensa. No bebió más que agua. Y sin darse cuenta, comenzó a aprender el mapa que Dante trazaba: quién importaba, quién fingía importar, quién temía caer en desgracia.

Cerca del final, el salón se vació de fotógrafos y de risas. Quedaron las velas lánguidas, el eco de copas, el rumor de conversaciones bajas. Dante estaba con un grupo pequeño, discutiendo una adquisición en la que cada verbo pesaba millones. Ariadna aguardó a una distancia precisa: suficientemente visible para recordar su presencia, lo bastante lejos para que nadie confundiera su rol.

La mujer de traje marfil volvió a acercarse.

—No es personal —dijo, con voz sorprendentemente amable—. Él trata así a todos. A todo.

Ariadna la miró, intentando decodificar si había consuelo en esa frase.

—No sé qué espera de mí —confesó.

—Obediencia —respondió la mujer—. O una razón sólida para hacerte desaparecer de la empresa. En tu posición ahora, mi recomendación es que hagas caso.

Antes de que Ariadna formulara una pregunta, Dante hizo un gesto leve con la cabeza. No era una orden, pero se sintió como tal. Ella acudió. Él no la miró.

—Mañana a las nueve —dijo—. Recursos humanos. Te asignarán un itinerario de aprendizaje. Te quiero ocupada y en silencio.

—¿Y si no...?

—No. No tienes la oportunidad de un si no. Hará lo que yo diga y punto. —cortó, con esa palabra que para él era un muro.

Ella asintió. No porque estuviera de acuerdo, sino porque no tenía adónde llevar su desacuerdo.

El evento terminó sin discursos, como todas las cosas que no necesitan explicarse. Las luces del salón subieron despacio. Los últimos invitados dejaron un rastro de perfume caro y promesas vagas. Dante se puso el abrigo con un movimiento exacto. Cuando pasó junto a ella, se detuvo lo suficiente para que su sombra rozara la de Ariadna.

—Mantén el vestido —dijo—. Te queda bien el silencio.

No fue un elogio. Fue un dictamen.

La noche afuera era una placa de vidrio. El chofer abrió la puerta del auto. Ariadna subió primero. Dante se acomodó a su lado sin invadirla y aun así ocupándolo todo. El coche avanzó. Nadie habló. Las luces de la ciudad se reflejaron en la ventanilla como constelaciones que no pertenecen a nadie.

En la entrada del edificio, él bajó sin ofrecerle la mano. Ella lo siguió. Atravesaron el vestíbulo como dos líneas rectas que no se tocan. En el ascensor, el espejo devolvió la imagen exacta: un hombre tallado en mármol oscuro y una chica demasiado joven para tanta noche.

En el piso ejecutivo, él se volvió a medias.

—A las nueve —repitió, como si fuera lo único necesario.

La puerta de su oficina se abrió con un clic suave. Dante Volkov entró sin mirar atrás. El sonido del cierre fue limpio, perfecto, final.

Y, del otro lado, Ariadna comprendió que la vitrina no se cerraba cuando la fiesta terminaba. La vitrina era todo. Y ella, por ahora, era el objeto que brillaba adentro.

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