Ariadna abrió los ojos despacio.
La luz entraba por la ventana y le molestaba.
La cabeza le dolía. Mucho.
Se sentó en la cama.
Tardó unos segundos en recordar dónde estaba.
La habitación no era la suya.
Era más grande. Más ordenada. Más fría.
Las sábanas olían a jabón caro.
Miró alrededor.
Todo estaba impecable.
Una mesita con un vaso de agua y una pastilla.
—Perfecto… —murmuró, sarcástica.
Se tomó la pastilla.
El agua estaba fría.
Recordó el bar.
Recordó la llamada.
Recordó decir “sexo salvaje”.
Se tapó la cara con ambas manos.
—Me voy a lanzar del balcón —dijo en voz baja.—Hoy moriré.
Se puso de pie despacio.
Le temblaron un poco las piernas, pero podía caminar.
Abrió la puerta.
El apartamento era grande. Ventanas enormes. Vista a Manhattan.
Todo limpio. Minimalista. Silencioso.
Dante estaba en la cocina.
Camisa negra. Sin saco. Sin corbata.
Café en una mano. Teléfono en la otra.
No la miró al principio.
Ella tampoco dijo nada.
Caminó hasta la mesa y se sentó.
Él habló primero.
—Ha